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Diarios neerlandeses, 57

por Claudio Molinari Dassatti

57

Caminando por la playa, nos ponemos al día sobre nuestras vidas, unas veces con seriedad, otras no tanto. Hablamos del amor, del futuro, de nuestros amigos comunes. Al final Papita me cuenta que lo ha dejado con su novio mexicano, todavía le duele. A mí me duelen los pies de tanto caminar.

Siete u ocho kilómetros más adelante, cuando llevamos recorridas más dunas que el París-Dakar, llegamos al espigón de Scheveningen: una construcción setentera, metálica y sucia que me recuerda a las naves espaciales de la Guerra de las Galaxias, porque no solo la belleza es universal. A nuestras espaldas el no muy pintoresco pueblo de Scheveningen y el Kurhaus: un gigantesco hotel-casino que en su época dorada fue punto de reunión de alemanes elegantes y aristocráticos, y que luego sería reemplazado por el espigón espacial.

Hoy a su alrededor florecen tiendas de suvenires, locales de juegos electrónicos, bares y comercios, ya que las masas veraniegas, el colorinche y el ruido siguen muy vigentes. Supuse que el turismo de multitudes era algo del pasado, que los viajeros de hoy preferían la naturaleza y el sosiego. Me equivoqué.

Tengo la esperanza de que aquí daremos la vuelta, pero Papita es imparable. Lejos en el horizonte se ve una ciudad. Hemos caminado tanto que tiene que ser Hamburgo.

-¿Sabes que hay bunkers de la guerra?
-¿De verdad?
-Sí, claro. Está prohibido, pero vamos a subir igual.

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