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Crónica de un entierro

por Robert Lozinski

Las campanas de la iglesia tocaron a muerto. La voz corrió y todos se preguntaron, con un breve escalofrío en los corazones, quién habría sido. La respuesta no tardó mucho en conocerse, las distancias en el pueblo son cortas y casi todos se conocen.

Mi tío Boris nació un 13 de agosto de 1936 y murió también un 13 de agosto, setenta y seis años después. La gente vio en esta coincidencia poco habitual algo religioso.

Mi tío no tuvo una profesión concreta. No había aprendido para nada especial. Mi abuelo lo necesitaba para los trabajos de la casa y del campo. Todavía niño, un resfriado muy fuerte lo tumbó en la cama. Los pulmones enfermaron gravemente y una operación tosca pero eficaz lo dejó con una minusvalía importante. De modo que setenta y seis años de vida para él fueron un milagro.

Con paciencia –tiempo un minusválido tiene de sobra-, aprendió a hacer de todo; a cultivar la tierra, carpintería y construcción. Lo hacía todo con escrupulosidad extrema. Fue su manera de vengarse del destino. Aprendió también a cuidar las abejas y las de sus colmenas hacían una miel dulce, sabrosa y perfumada. Fue serio y solitario, y por culpa de la precaria salud careció de amigos.
Yo pasaba todos los veranos de mi infancia en el pueblo y lo veía trabajar muy a menudo. Incluso lo ayudaba de vez en cuando, para lamerme los dedos manchados de miel. Llevábamos juntos una caja de madera al “laboratorio”. Allí mi tío sacaba los panales, les quitaba la fina capa de cera con que las abejas tapaban las celdillas y los introducíamos en una máquina giratoria que, puesta en movimiento por medio de un mango, daba vueltas muy rápidas y arrojaba la miel sobre el interior de sus paredes redondas. Por fuera tenía una especie de grifo. Al abrirlo, la miel salía dorada, espesa, caliente.

Su muerte me cogió por sorpresa. A una semana de haber partido del pueblo, donde también hoy como antes suelo estar una temporada de mis vacaciones, mi madre me llamó y me lo dijo. Por eso lo recuerdo riendo y bromeando. No tenía en el rostro la marca de la muerte. Se guejaba, sin embargo, de que las fuerzas le fueran dejando poco a poco. Gota a gota, como la miel de los panales.

Junto con cuatro muchachos le cavamos el hoyo. Pegadito al de su señora, muerta veintidós años atrás, como él había deseado. Había mandado grabar la foto común la sobre la lápida hacía mucho tiempo. Menos trabajo para su hija después de su muerte. Y dinerito para el entierro también había dejado un montón. Por si acaso.
Antes de depositar el ataúd sobre el fondo del hoyo, el pope le cantó la última bendición y la gente se agrupó, con algo de prisa, para despedirse. En estos entierros, todavía bíblicos, existe el sentimiento de que la despedida definitiva del hombre no es cuando se haya muerto sino cuando lo cubre por siempre la tierra.
Los últimos en decirle adiós fuimos nosotros, los cuatro sepultureros. Nos habíamos quedado para poner la tierra en el lugar donde había estado antes. Tomamos un trago. Dibujamos, según la costumbre, con un chorro de aguardiente una crucecita sobre la tumba. Hincamos la cruz y se acabó.

En el pueblo de mi tío, donde está también la casa de mis padres y de mis abuelos, las noches son tan oscuras que el cielo con sus estrellas parece un candelabro enorme y pesado que se puede tocar con la mano. Un salto y llegas. Un lugar hermoso y entrañable, ideal para morir tranquilamente.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

9 respuestas a «Crónica de un entierro»

Se derraman unas gotas de la copa, en forma de crucecita o simplemente, que son para el alma del difunto. O para él. ¿Quién pudiera saberlo?

Me contó un sepulturero de la Almudena que iba por allí una familia de húngaros, y hacían un pic nic sentándose a comer sobre la lápida de su difunto y que al final derramaban una botella entera de vino sobre la sepultura para que éste participara de la reunión.

El sepulturero suponía que era costumbre de aquel país, si bien puede que sólo fuera cosa de esa familia. Pero encaja con el tema del aguardiente rumano.

Hace unos días enterramos a mi abuela en su pequeño pueblecito, en un cementerio en el que no hay lápidas: los enterradores hacen un túmulo de tierra sobre la tumba.

Pero en España las administraciones públicas nos meten la mano en el bolsillo hasta después de muertos. Aquí no podemos enterrar a nuestros muertos con nuestras propias manos, como hicisteis vosotros. Aquí es el Ayuntamiento quien se encarga. Para enterrar a mi abuela -que en el momento de su muerte pesaba unos treinta kilos y mediría poco más de 1,30- enviaron a 3 hombres, que tardaron media hora en cavar el agujero y volver a taparlo: 600 eurazos.

Pues en Madrid la incineración cuesta más de 800 euros desde que ha subido el IVA. Y hay que pagar el ataud y un montón de conceptos más que te dejan tieso, porque la incineración no es a pelo. «Si me quereis, irse (al otro mundo con pólizas de decesos…)»

Los 600 euros de mi abuela era sólo lo que cobraban los enterradores. No sé cuánto costó el pack completo de ataúd, coche fúnebre, tanatorio y corona, porque ella tenía una póliza que estuvo pagando toda la vida.
En Madrid el entierro más sencillito no baja de los 3 ó 4000 euros. Morirse en España sale muuuuuuy caro.

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