por Sargento Asuvera
Fotografía en contexto original: networkcreators
La Comandante y yo pasamos junto al pobre de espíritu.
Hubo un tiempo en que ella se detenía de vez en cuando a charlar con él.
– Dios no me escucha- se lamentaba hace años.
Ha seguido lamentándose de su suerte aferrado a la misma esquina en la que extiende a diario una mano suplicante. Sólo recoge monedas, migajas de los bolsillos de otros, nunca el gran éxito que pide una y otra vez a Dios.
Hacía tiempo que ella no le veía. Y sintió lástima de sus zapatos rotos, su tetrabrik de vino, su gabardina insuficiente a pesar de la capa de grasa y mugre. Le acercó una taza de caldo con la que calentarse las manos y el estómago y se detuvo a ofrecerle el calor de su corazón.
– Dios no me escucha.
– Eso no es cierto.
– ¿Cómo que no es cierto? ¿Es que no me ves?
– Sí, te veo. Te veo desde hace muchos años. ¿Tú me ves a mí?
La miró sin comprender. A fuerza de despertar compasión, ya no tiene ojos para el sufrimiento de los demás.
– ¿Crees que a mí Dios me escucha?
– Pues claro- dijo él cuadrándose burlonamente.
– Es decir, a mí Dios me hace caso.
– A ti sí.
– A ti no.
– No, a mí no ¡mírame!
– ¿Sabes cuál es el problema?
– ¿Cuál?
– Que Dios te escucha. Y te habla. Pero tú no le prestas oídos.
– Ya- resopló él
– Y como yo le escucho, yo puedo darte una taza de caldo. Como tú no le escuchas, sólo puedes esperar caridad.
– ¿Y qué te dice?
– Lo mismo que a ti: Lucha.