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Igualitarismo y desigualitarismo

por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: espectadornegocios 

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El igualitarismo era malo, sin duda,  pero no generaba expulsados.  Nadie era expulsado de la sociedad; nadie era expulsado materialmente. Porque me parece que ser pobre y pasar hambre degrada moralmente al hombre por lo menos tanto como ser rico y gastar la fortuna en cosas que, vistas desde fuera, parecen triviales y vacías.

 

En el igualitarismo no había pobres porque todos éramos pobres. Todos estábamos mediocremente contentos con lo que se nos ofrecía.  Supongo que este era, precisamente, el objetivo, o por lo menos uno de ellos: crear una sociedad mediocremente contenta con lo que tenía. “Tener” era un delito. Nadie podía tener más de lo que se le daba, porque lo que se le daba  le resultaba –debía resultarle- más que suficiente. O sea que se llegó a alcanzar una cierta armonía entre la necesidad y el deseo. No se podía desear más de lo que se necesitaba. (Claro está que había quienes deseaban más; para ellos existía la posibilidad de trabajar mucho más que los demás, a cambio de una mayor cantidad de dinero. En la desaparecida Unión Soviética se iba na Sever, es decir al Norte, pero esa es otra cuestión).

Creo que, mientras siga en pie el concepto de que consumo equivale a progreso, las sociedades creadas para que sus ciudadanos no deseen más de lo que necesitan serán destruidas. Es lo que se consiguió hacer con nosotros, los soviéticos. A nivel de experimento social, de masas, fue un éxito que habría que tomar muy seriamente en cuenta.

El igualitarismo no generaba pobres pero tampoco generaba ricos. No había ningún tipo de competencia material. El individuo no envidiaba el confort de otro individuo porque, sencillamente. no había nada que envidiar. Se consiguió crear la ilusión  de que se vivía en un verdadero Edén; ya saben, el Edén de esos cuadros donde todos sonríen los unos a los otros: el león a la gacela, el cordero al lobo, la víctima al verdugo.  Aprendimos a fingir que estábamos contentos con la vida que llevábamos de tal modo que, paradójicamente,  llegamos a creérnoslo e incluso a aceptarlo con entusiasmo. Ese es, en mi opinión, otro efecto asombroso del experimento soviético.

Pero a veces pienso en lo contrario: Al no dar  la oportunidad de luchar y esforzarse para mejorar la calidad de vida, se sumía a todos en un estado de desinterés por superar su condición de larva. Y debido a eso la lucha –pues siempre debe haber lucha entre los seres vivos- se instalaba en otros terrenos, los del disimulo, del fingimiento, de la maldad encubierta. Claro que, como vivíamos embelesados con la idea de que todo iba bien, quizá ni siquiera nos dábamos cuenta de que intercambiábamos mentiras constantemente. Tal vez de eso se trataba, de fingir los unos con los otros, de vivir rodeados de falsedades sin notarlo. ¡Enhorabuena al sistema! ¡Lo ha había conseguido! ¡De puta madre!

Hablando en serio, aquel no era el mejor tipo de sociedad porque generaba tontos contentos y satisfechos, no había competencia ni aspiraciones de ninguna clase.  Y, sin embargo, la mayoría de los que vivieron buena parte de su vida en aquella época recuerdan que eran felices, que les gustaba vivir así, rodeados de la dicha de los bobos. Sin apenas darse cuenta habían acabado encontrando la libertad en la sumisión, aceptando así el objetivo más importante de cualquier totalitarismo.

Y ahora me pregunto si ha sido justo que se les haya despertado de su sueño feliz, si ha sido justo, democráticamente hablando, que se les haya expulsado de su Edén sin consultarles. Y si no ha sido justo, ¿cómo podríamos remediarlo a esas alturas? ¿Y habría que remediarlo o sería mejor abandonarlos a su suerte, a la buena de Dios? Me gustaría saber quién decide la marcha de las cosas, quién ha decidido que el igualitarismo era malo y que era mejor sustituirlo por el desigualitarismo, que se postula como necesariamente bueno. ¿Quién decide la clase de libertad que fulano o fulana quiere para él o para ella? ¿Quién decide que es mejor la libertad que le quieren ofrecer o imponer? Y por último, ¿puede haber libertades impuestas?

Siempre me he sentido atraído por los disidentes. O por aquellos que, cinco, diez, quince, veinte o veinticinco años después de la desintegración de la Unión Soviética, dicen haber sido disidentes, afirman haber estado en desacuerdo con el sistema, haber notado algo, haberse percatado de que el rumbo estaba equivocado. Yo no había notado nada en aquel momento. Seré, sin duda uno de los tantísimos bobos. Pero más tarde, sí que noté algo: una transformación rapidísima, un cambio del igualitarismo al desigualitarismo violento que te obligaba a agarrarte a algún sitio. Pero muy pocos lo consiguieron. La mayoría se quedó con los brazos en alto y los puños cerrados, enganchados para siempre en lo que ahora saben perfectamente que se llama pobreza.

 

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

Una respuesta a «Igualitarismo y desigualitarismo»

Me parece que habéis tenido mala suerte porque no habéis pasado de la dictadura a la libertad. La libertad supone reglas justas y promueve la prosperidad de la inmensa mayoría.

Pero habéis entrado a un mundo en decadencia, corrupto hasta el tuétano y en el que la confluencia de poder en unas pocas manos es la mayor de la historia, y ese poder está resuelto a condenar a la esclavitud al 99% del planeta.

Ahora nos toca hacer, juntos, a los de acá y los de allá, la nueva Revolución.

Lo mejor está por venir.

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