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Yura

por Robert Lozinski
Imagen en contexto original: io.ua


El nuevo era delgado, de uniforme limpio, llevaba una camisa muy blanca y planchada y, en la cabeza, una boina blanca que le caía graciosamente sobre la frente. No parecía distante, pero tampoco se le veía ansioso por conocer de inmediato a sus nuevos compañeros. Tenía una cartera de color rojo de buen aspecto, seguramente extranjera.

Estudiábamos en un colegio mixto ruso-moldavo, pero se hablaba ya de la construcción de un edificio nuevo para los alumnos rusos. Aunque las relaciones no eran malas entre nosotros, la idea, secretamente, nos ponía a todos bastante contentos.

Los rusos eran más corpulentos y más salvajes que nosotros, los moldavos,y nos parecían incluso más hombres. Iban siempre en grupos, sabían beber alcohol, fumaban y tenían chicas libertinas que a nosotros nos daban miedo. Se metían fácilmente en peleas y sabían pegar puñetazos duros que destrozaban la cara. Si a nosotros la sangre nos hacía detenernos, a ellos los incitaba a seguir dando para rematar a la víctima.

Entre todos destacaban claramente Yura y Shurik. Los dos dominaban por su fuerza: rompían ladrillos con el canto de la mano, tablas de madera con la cabeza, mandíbulas con el puño. Se rumoreaba que Yura era más fuerte que Shurik, pero nadie nunca los había visto pelear. No se agredían ni se insultaban. Se toleraban mutuamente sin hacer ruido.

El nuevo se mantenía apartado. Saludaba de vez en cuando y decía quién era si era preguntado.

Los rusos lo fueron rodeando en silencio. Algo les había llamado la atención: el uniforme limpio, su camisa planchada, su boina blanca que le caía graciosamente sobre la frente o su cartera roja, de buen aspecto, seguramente extranjera. Alguien le empujó primero y entonces empezaron a empujarle todos, a tirarle de su uniforme y de la cartera. El nuevo, aturdido por el gran número de los que le atacaban, apenas conseguía defenderse. Le cogieron la boina y la arrojaron lejos. En aquel mismo instante apareció Yura.

– ¡Dejadle en paz, hijos de puta! –gritó apartando con violencia a los que se le ponían en el camino.

La jauría humana desapareció en segundos. Yura y el nuevo se quedaron solos. El nuevo se componía el traje y la camisa con gestos ligeramente temblorosos. Yura recogió del suelo la boina, la sacudió y se la dio. Era bastante alto, aunque no mucho más que el nuevo.

– Yo soy Yura y tú ¿cómo te llamas?
El nuevo dijo su nombre.
– Tranquilo –dijo Yura-. Estos ya no volverán a tocarte.

Hace años, quizá unos diez o incluso más, vi a Yura en el mercado de Kishinau. La misma espalda pero mucho más ancha, los mismos puños pero mucho más grandes, la misma cara pero mucho más madura. Jugaba a las cartas en el interior de un furgón en compañía de una gente de dudosa pinta. Le reconocí en seguida. Quise acercarme para saludarle y decirle que yo era el nuevo que él había defendido hacía tanto tiempo, pero algo me detuvo. Algo que me susurró que debía guardar intacto aquel recuerdo.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

8 respuestas a «Yura»

Siempre hay que hacer caso de esas intuiciones: si te hubieras acercado a él, quizá Yura no habría pasado a la posteridad como un justiciero, sino como un triste tahúr de taberna.

Por cierto (y totalmente al margen del artículo), hoy, cuando elegía las imágenes entre los links con textos rusos que me habías mandado, no podía dejar de pensar que eres profesor de instituto, que hablas -como tantos que crecieron en la Unión Soviética- un montón de idiomas.

Las otras lenguas son la gran asignatura pendiente de los españoles.
Cuando en marzo estuve en Marruecos, me dio vergüenza ver que todo el mundo hablaba más idiomas que yo.
El don de lenguas ¿lo da el invasor?
¿Podrías enseñarnos algo para que nuestro sistema educativo dejara de tener esa gigantesca laguna?

El invasor sí, te da muchas cosas, patadas y humillaciones pero así aprendes a defenderte. Saber bien el ruso era una manera de defendernos contra ellos. También nos acercaba. Después de todo, los rusos eran bastante tolerantes pero era la tolerancia de quien se cree más fuerte. Estábamos una vez, yo y unos amigos, en una famosísima taberna de Odessa, Gabrinus y se nos unió un tío inmenso, de casi dos metros, un marinero que nos invitó a todos a cervezas y a pescado salado, que allí estaba de puta madre, y luego nos fue arrastrando como a unos trapos a todos por unos cuantos restaurantes donde comimos y bebimos hasta quedar grogui. Nos preguntó varias veces cómo era que sabíamos tan bien el ruso.

El sistema educativo español (como está ocurriendo últimamente también con el rumano) ha dejado de ser interesante. Yo en la escuela aprendí a conducir el camión, a montar y a desmontar el motor, a jugar al ping-pong y al baloncesto, a saltar las vallas, a correr rápido, a planchar impecablemente mi corbata roja. En clases de preparación militar aprendí lo que es una granada, un tanque y a montar y desmontar el Kalashnikov. Era una de las pruebas obligatorias para superar el examen. Apendí también a disparar con él en clases de tiro. Lo que veis todos en el primer cuadro eran conmpeticiones deportivas en las que participábamos todos o puede ser un campamento de verano donde, además de descansar, teníamos que hacer todo tipo de actividades que consolidaban el grupo. Y el grupo era una tropa, un ejército, un estado. Todo estaba muy controlado. Un muchacho debía saber bien el ruso, conducir el camión y disparar un arma.

Saber ruso, conducir un camión, disparar un arma. Sólo eso es bastante más de lo que se aprende aquí. Mis hijos no dejan de helarme la sangre con su absoluta ignorancia. Que supera con mucho la mia al salir del colegio. Eso sí, el otro día me enseñó en su libro de sociales el tema «la prehistoria de la Comunidad de Madrid». Con un par.

Lo que yo que quería decir, Robert, es que es un lujo asiático contar con tus relatos. Y que no deja de asombrarme tu dominio del español.

Sí, es un lujazo, se le echa de menos cuando no escribe.

Aquí antes los hombres aprendían todo eso en la mili. Y yo en mi colegio (de monjas) aprendí a coser, a cambiar un enchufe y a hacer circuitos eléctricos con bonitas fuentes de agua.
Ya no hay mili. Y de lo que enseña nuestro sistema educativo, mejor no hablar.

Por eso me parece bueno que Robert nos cuente cómo se educó él. Lo ideal sería encontrar un punto medio entre el colectivismo soviético y el fatuo individualismo (yo lo merezco todo, y lo merezco ya) del capitalismo.
Gracias por tus impagables escritos, Robert.

«el fatuo individualismo (yo lo merezco todo, y lo merezco ya) del capitalismo»

Yo diría que eso es lo que han tratado de hacernos creer durante muchos años de dinero fácil. El capitalismo implica un *esfuerzo* y un *riesgo* con objeto de acumular capital, que son precisamente los dos factores que han estado ausentes de Europa desde hace mucho tiempo, y precisamente los que el socialismo se empeña en erradicar (hasta que se acaba el dinero de los demás, claro).

Mmmmmmm… discrepo un poco, Ricky.
Yo empecé a estudiar en una escuela de Publicidad poco antes de que España entrara en la UE (es decir, antes de que la manguera europea nos inundara de pasta). Y hacía ya muchos años que en el programa de estudios había varias asignaturas en las que nos enseñaban a analizar a los consumidores, para que pudiéramos crear necesidades inexistentes y pudiéramos venderles cualquier cosa atacando sus emociones. Y la bibliografía que consultábamos estaba publicada mucho antes del dinero fácil del que tú hablas.

Estoy de acuerdo en que el capitalismo es en esencia «esfuerzo» y «riesgo», del mismo modo que se suponía que el comunismo era «igualdad» y «justicia social». Pero los dos «ismos» han pinchado. Ya vimos a qué ha quedado reducido el comunismo. Y el capitalismo ha acabado derivando en una sociedad adolescente, egoísta y compulsivamente consumidora.

Yo no es por tirarme el rollo (que me lo voy a tirar), pero se conducir un camión, disparar un arma y hablar ruso.

Lo hablo poco, pero lo hablo, y he vivido en primera persona lo orgullosos que se sienten los rusos cuando te oyen hablar en su idioma (o al menos intentarlo) una mujer policía de Moscú llegó incluso a sonreirme una vez al preguntarle yo por la estación de donde salía el tren a Leningrado (San Petersburgo).

Por contra, recuerdo estar en Mexico con mi mujer y coincidir en un bote turístico con una pareja de recien casados, por su acento se notaba que eran españoles, al escucharnos a mi mujer y a mi, se pusieron automáticamente a hablar en catalán (os prometo que estaban hablando en castellano todo el rato, entre ellos incluso). A mi no se me ocurrió otra gilipollez mayor que ponerme a hablar en gallego con mi mujer, que me miraba con cara de circunstancias y me contestaba en castellano.

En fin, Rusia es el país más grande del mundo en extesión, a lo mejor lo que nos falta en España son hectáreas.

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