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Nuestro banco

por Robert Lozinski

Cerca de la Facultad de Letras de la Universidad Estatal de Kishineu donde estudié entre 1987 y 1992 la lengua de Cervantes y Quevedo había un banco. No muy grande y sin respaldo, dos o tres barrotes de hierro sobre patas igualmente metálicas; una sólida y carente de elegancia estructura como todo lo soviético. Se hallaba a la sombra de un árbol frondoso de tronco sano y macizo. Allí solíamos encontrarnos antes o después de las clases o matábamos el rato cuando decidíamos no ir. También allí empezaban las juergas, normalmente con un par de cervezas o una o dos botellas de vino. Se prolongaban luego hasta horas muy tempranas de la madrugada en algún restaurante, combinando gran variedad de licores y platos pedidos al azar –el estómago lo digería todo sin enfadarse- y terminaban casi siempre en casa de alguien, amigo o amiga, donde dormíamos adoptando posturas grotescas, vestidos y a veces incluso con los zapatos puestos. Al despertar tratábamos de recordar cómo habíamos llegado allí y si habíamos pagado al taxista. Otras cervezas -nunca café- para despejarnos, cigarrillos y a hacer planes para el día que acababa de empezar; dónde, cuántos y si disponíamos del capital necesario. Si no, pues a ganárnoslo honrada e inteligentemente, con la cabeza, o sea jugando a las cartas. Guivi y Mircea –o Mauricio si prefieren- sabían trucos y yo tenía buena memoria. Normalmente nos cargábamos los ingresos de los compañeros más jóvenes, que encajaban las derrotas con resignación. Y otra vez el banco como lugar de cita. Se nos unían Viasti, Sasha, Andrei y Tolean, que tampoco llegaban con las manos vacías, y algunas chicas que llamaban los taxis, cargaban con nuestros cuerpos y los hacinaban en el interior al final de la jornada.

Hace años me di un paseo solitario por la misma acera, entré en la facultad. Estaba vacía. Era verano. Vacaciones. Conversé un poco con un empleado de guardia. El alma se me despedazaba en pequeños recuerdos, fragmentarios. Vi a la pandilla en la entrada, fumando y riendo por nada. Observé la sombra de un profesor especialmente querido al fondo del pasillo. Me enteré de la muerte de uno u otro catedrático.

El empleado me dijo que estaban de obras, renovando un poco las aulas. Subí, sin embargo, para verlas. Las mesas y las sillas parecían las mismas. No advertí ningún cambio significativo. Salvo uno, claro, muy mío e inconfesable: no fuimos nosotros quienes se sentaron en ellas durante los últmos 17 años. Recorrí despacio el pasillo. Una de las puertas cerradas con llave daba paso al aula de audición –o a lo que debieron de hacer con ella durante nuestra ausencia- donde escuchábamos textos literarios grabados por españoles refugiados en la URSS tras la Guerra Civil. Aún recuerdo las voces expresivas de aquella especie de actores radiofónicos que así se fueron ganando el pan en la nueva tierra.

Cuando salí le estreché la mano a quel señor que se aburría. Fui andando en dirección contraria y me detuve: allí estaba nuestro banco. O sólo un recuerdo detrás de una gran valla de hierro forjado, imposible de salvar, puesta allí por una gran compañía privada. El capitalismo se cebó con él y con el árbol frondoso de tronco sano y macizo, pequeñas y entrañables metáforas del tiempo que ya pasó.

[youtube http://www.youtube.com/watch?v=5PF6P66UpUI&w=500&h=405]

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

3 respuestas a «Nuestro banco»

Nostálgico te veo, Robert.
Con aquel artículo sobre la primera vez que fuisteis a la playa -y que yo he utilizado para que mis alumnos adolescentes escribieran un relato-, abriste las compuertas de la nostalgia.
Yo debo ser un bicho raro: ni echo de menos la época de estudiante ni la juventud; paso a menudo por la puerta de lugares en los que estudié y ni un mal temblorcillo.

Por cierto, menudo marchote tiene esta canción. Mi hijo -el guitarrista- y yo la hemos oído ya unas cuantas veces ¡y el grupo está en Spotify! Internet hace el mundo muy pequeño.

Como dije en aquel artículo, no nos vimos casi 20 años. A lo mejor es eso. Además, formábamos un grupo muy unido y muy cachondo y todo nos importaba un bledo.

¿De verdad has utilizado aquello en tu clase? ¿Y cómo fue?

Sí, lo he utilizado. Los chicos tenían que inspirarse en él para escribir un relato, y salieron cosas bastante buenas.
E insisto: esta canción es adictiva. Oyéndola entran unas incontenibles ganas de vivir y bailar. He perdido la cuenta de las veces que he dado al replay.

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