por Sargento Asuvera
En estas fechas la gente se pone tontorrona y buscan a la Comandante.
No sé qué hablan con ella, yo sólo estoy atento a los tonos de voz, dispuesto a derribar la puerta en caso de que determinada entonación me avise de que va a haber violencia física. Cosa que nunca ha sucedido. Nunca he tenido que entrar a defenderla.
Hoy vinieron a verla varios compañeros, reclutas y oficiales, que añoran navidades pasadas, cuando tenían todo lo que han perdido para llegar hasta aquí. Los había de treinta, de cuarenta, de cincuenta años. Hombres y mujeres. Algunos estuvieron una hora, otros, dos o tres, y todos salieron de hablar con ella sonrientes y relajados.
El último se despide cuando la noche es un hecho. Ella se queda en el umbral de la puerta mirando cómo se aleja y suspira como si al fin pudiera resquebrajarse. Parece cinco años mayor, nunca acabaré de acostumbrarme a verla envejecer en unas horas. Vuelve a entrar y sale envolviéndose en su tres cuartos caqui, con un vaso y una botella de whisky. Se sienta en el duro banco, saca un cigarro de un bolsillo, lo enciende y fuma con delectación. Da un trago de whisky y se queda contemplando el humo, sonriendo.
-Menos mal que soy inmortal, Sargento.
Y, cuando me mira, está empezando a rejuvenecer.