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De la valentía de escribir

Por Pedro Lluch
muybridge

De joven solía pintar. Alguien me regaló un caballete, una caja de óleos y un lote de pinceles. Cuando podía, me compraba una tela y pintaba. Recuerdo la fascinación con que observaba cómo los colores se mezclaban, se trocaban otros y se enriquecían unos a otros por mera aposición, por mezcla, por superposición. Disfrutaban empastando el lino y dando textura a las sombras. Me gustaba el olor de la trementina, el intenso aroma de los óleos. Me deleitaba mirando la paleta y sus colores con el deleite mismo con que ahora sigo mirando los colores quebrados de las piedras en un arroyuelo del Pirineo.

Atendía a clases de pintura en un taller cerca de casa. Recuerdo el pasmo que me aturdió el día en que una mujer vino a posar delante de nosotros. Desnuda. Recuerdo que me quedé encallado, varado y boqueando tratando de dibujar un cojín. No lograba atreverme a entrarle con el carboncillo a las curvas de la modelo. Frente a la tela, frente a la mujer desnuda y tendida en una mesa sobre unos cojines, enmudecí. Luego recuerdo que me incitaron a explorar la pintura al acrílico. Y ahí acabó mi carrera de pintor. Quizás porque el olor es diferente, la traza del pincel más fluida, los colores más limpios, no sé. Dejé de pintar. Mi último cuadro fue el retrato de un cardenal. Está colgado en un cuarto piso; siempre que lo veo me acuerdo de cómo me gustaba pintar.

Me ha quedado, sin embargo, una gran pasión por la pintura, aunque ahora me limito a observarla, a degustarla, a beber de sus imágenes. Con el tiempo he ido acumulando una buena colección de catálogos de exposiciones (que no siempre he visto: a veces bastaba el poder disponer de dinero para comprarme ese catálogo en ese momento), y a ellos recurro en tardes de ofuscación, de cansancio, de mente agotada que necesita un respiro: me doy a la fuga a los paisajes holandeses, a los vivos colores de un Miró, a la delicadeza de los bocetos de Rodin o a los catálogos de Museos grandes o pequeños que he disfrutado, Prado, Louvre, Mimara (en Zagreb), la Tate, el Metropolitan, la Turner Gallery, etc.

El pintor juega con cierta ventaja respecto al escritor. Ante él tiene el modelo. La Sainte Victoire, la catedral de Reims, la maja desnuda o vestida, la familia real o el bufón, las fotografías de Muybridge o el recuerdo de un Papa velazqueño o de unas máscaras africanas. Debe copiar lo que ve. La pintura moderna simplemente ha concedido más libertad al pintor para mejor ver y trasladar al lienzo lo visto. Del objeto pintado ha trasladado la verdad a la mirada del pintor.

El escritor, como el pintor, tiene también ante si la realidad (o su recuerdo) que desea desarrollar. Si uno se ve constreñido por el rectángulo y las dos dimensiones del cuadro, el otro no puede, sin riesgo, zafarse de las reglas del lenguaje. Éste no es suyo como no son del pintor los rojos, sienas, amarillos o azules. Son, tanto los colores como el lenguaje, del común. Pero el pintor pinta, cosa que pocos hacen. Y el escritor, en cambio, escribe y pone sobre el blanco papel las frases del mismo modo que un administrativo redacta un albarán, una nota de rechazo o hace la lista de la compra al llegar a casa. El lenguaje es común para todos. Y el escritor, como decía Mann, es esa persona a quien le cuesta tanto escribir.

La originalidad del escritor (¿el estilo?) reside en apropiarse de la herramienta común para hacer como en su día (con las vanguardias) hizo el pintor: desplazar la verdad del objeto al sujeto (y entiendo en este caso sujeto bicéfalo: sujeto que observa y sujeto observado como individuo). Y el valor del escritor reside en la valentía con que impone su verdad (en este punto el escritor lleva ventaja sobre el pintor: la inevitable linealidad del discurso lleva al lector donde él quiera llevarle; el pintor, en cambio, presenta una obra sincrónica sin que sea el autor totalmente capaz de guiar la mirada del espectador). La valentía de un Joyce relatando cómo caga su personaje, de un Proust dando cuenta de los amoríos prohibidos, de un Sade reventando esfínteres y moralidades al uso. O de un Cela dando voz a los sin voz.

El relato de la intimidad, que tanto abunda (se ha hablado de la literatura del yo, de la literatura ensimismada), es la Literatura actual. Pretender escribir es, tal vez, sólo tratar de retratarse sin miedos, sin tramoyas, sin recatos, sin moralidades ajenas. Escribir es desvelarse, desnudarse. Y en cueros mostrarse al mundo para enseñar al mundo cómo lo vemos. Lo vemos mal. Desnudo uno ve el mundo como lo que es: algo complejo donde el hombre (el Sapiens Sapiens, digo) pinta poco.

Y escribe menos aún.

Fotografía en contexto original: laurencemillergallery

0 respuestas a «De la valentía de escribir»

He descorchado una botella de champan… y no de champagne, para terminar de delitarme releyendo de nuevo el cuadro pictórico literario que nos has descrito.

Mientras pinto mi comentario, redacto un cuadro de los amores desvanecidos, retratando a un lector que no termina de entender la simbiósis entre la pintura y la literatura… porque ya las confunde… y que a su mezcla, las adora sin más y por más.

Y ahora… solo me que decir:

«Alzo mi copa por su cuadro pictórico-lierario, que ha hecho retorcerme -como al de la foto- en una irisada y sonora fantasía y brindo por los que pintan y escriben desnudos en lienzos y hojas de papel sin cuadricular»

Mis felicitaciones… no al de la foto, que también las merece, sino a tí… al pintor del escritor… al escritor del pintor.

PD: Permitaseme no firmar este escrito, porque no hay escritor ni pintor que escriba o pinte menos que yo en esto de la ejercitación del arte… y sería una soez emborronar con mi nombre el cuadro que tan elegantemente ya tiene firma.

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