Detrás de los búnkeres se encuentra la red de caminos de tierra y trincheras que comunicaba el complejo, y que en la actualidad usan bicicletas y senderistas.
Descansamos en una laguna cercana y estudiamos por donde regresar. Papita me señala una senda para caballos plagada de pozos en la que cada uno de nuestros pasos sería un suplicio. A ella le encantan esos desafíos. Sonríe:
-Por allí podemos llegar a donde están las bicis.
-Ni borracho.
Tras dejar atrás dunas y búnkeres, llegamos al extremo noroeste del pueblo. Es un descampado muy irregular cubierto de hierba, un paisaje casi lunar resultado de haber recibido cientos de camionadas de tierra o la descarga de toneladas de bombas. Mientras lo atravesamos, despunta de pronto un sol rasante y débil pero anaranjado. Entonces de entre los montículos de tierra comienzan a surgir de sus madrigueras conejos.
Los hay por todas partes, corriendo, dando brincos, olisqueándose unos a otros. Es casi un sueño ver a familias de conejos blancos e impolutos asomarse a disfrutar el frío y anaranjado atardecer holandés. Estamos en el epicentro de un territorio leporino protegido.
-Nunca he visto conejos relajados, Papita. Los que yo conozco siempre están huyendo de las escopetas.
—-
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