Miguel Pérez de Lema
El problema de España, claro, somos los españoles. Y dentro de eso, algunos son más problema que otros, aquellos que se entretienen en hurgar con el dedo las heridas para que jamás cicatricen.
Esos españoles crueles, se presentan a veces como marxistas o fascistas, nacionalistas o internacionalistas, pero en el fondo son hijos del intransigente casticismo. España es la guerra perpetua entre castizos de distinto signo, que se llevan por delante a los ilustrados que les hacen frente. No hay dos sino tres españas, como mínimo.
Los castizos de los cuatro puntos cardinales son siempre más numerosos y gritones. Aunque es la inmensa minoría de los ilustrados la que, subrepticiamente, denodada y amorosamente, acaba por poner en hora los relojes cuando el ruido y la furia cesan y se acuerda una tregua.
Mientras, los castizos, bailan, beben y sacan filo a sus navajas.
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Nota cultural
Reproducimos el epílogo que Camilo José Cela escribió a la obra de Hugh Thomas sobre la guerra civil.
Cuando estaba en la guerra ignoraba que algún día, doblado ya el cabo de la Buena Esperanza de los años que me hayan de tocar cumplir y padecer y gozar, habría de esribir de la guerra; estas no son tampoco mis primeras palabras sobre el pavor. En el 1969, a los treinta años del último fragor de la contienda publiqué una novela, Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid, cuya dedicatoria decía: “A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro.” Yo fui mozo del reemplazo del 37 y, sin comerlo ni beberlo, conmigo y con mis compañeros de quinta (y también con otros más jovenes o más viejos, claro es), tiraron al blanco en el campo abierto y en nombre de unos ideales o de los contrarios; a la mitad de aquella tropa juvenil se la comieron los gusanos y los cuervos del monte. La dedicatoria de mi novela no gustó a casi nadie, pero la mantengo, porque tampoco la puse para que gustase a nadie, sino para que a alguien, a lo mejor, le remordiera un punto la conciencia. No me hago excesivas vanas ilusiones.
De las guerras suelen escribir los turbios oficinistas de la retaguardia, esos azuzadores de los más ruines y venenosamente domésticos instintos, y no los claros soldados que, salvo casualidad milagrosa, van para muertos. En las guerras, quiero decir en el frente, se pasa miedo y frío y, a pesar del miedo y del frío, lo que se quiere es llegar vivo a la noche con la esperanza de que se duerma la hidra gloriosa y redentora de todos los males; el señuelo con el que se anestesia a la tropa es la hidra gloriosa y redentora sin cuya invocada presencia no habría guerras, serían imposibles e inútiles las guerras. El miedo y el frío, el dolor y la muerte, la injusticia y la solemne pompa son nociones bajo las que subyacen muy fieros atavismos mágicos y religiosos, jamás políticos. Todos los españoles tendríamos que devolver, ¿a quién?, los laureles de la guerra civil, los crisantemos de la guerra civil, los dolores y los yerros de la guerra civil.
Debemos recordar siempre lo que queremos olvidar, en esto no valen licencias ni fintas ni titubeos, y los españoles debemos olvidar patrióticamente la guerra civil, esa zurra que nos condiciona las tres potencias del alma de la historia de España, la memoria de España, el entendimiento de España, la voluntad de España. O somos o no somos, pero los españoles no podemos seguir siendo regidos por los muertos. La demencia colectiva es contagiosa y, para que la pandemia se declare, basta con media docena de locos por bando; ésta es la quiebra de la cordura que, a diferencia de la insanía, no se pega, veloz como el sarampión. Hay que olvidar. Y si se vuelve a suplir la norma por la aventura, hay que volver a olvidar. Y así hasta el fín. Lo inteligente es el adecuado uso de la memoria, uno de cuyos empleos es no emplearla cuando no conviene.
Las guerras no se producen por olvido de las circunstancias que causaron las otras guerras, sino que se motivan por el falaz propósito de hacer coincidir la última guerra con la definitiva muerte y esclavitud del prójimo. Ese es el mal camino. La guerra debe de ser evitada como el fuego, esto es, ahogándola en la mayor fuerza del agua junta de todas las conciencias. Y la guerra civil es una maldición de Dios que, para castigar a un puñado de culpables, cae sobre mil cabezas inocentes. No recordemos la guerra civil; observémosla somo si hubiera sido una malaventura ajena y distante, y avergoncémonos de que haya retumbado sobre nuestro suelo, bajo nuestro cielo.
Homero, en La Ilíada, nos dice que quien ama la horrible guerra civil es un hombre sin familia, sin ley y sin hogar. Lucano en De bello civili, pregona: ¡Hacednos enemigos del mundo, pero apartad de nosotros la guerra civil!. Y Cicerón, en sus Filípicas, declara que cualquier paz es preferible a la guerra civil. Confieso que estoy con Homero, con Lucano y con Cicerón.
La política no es un recuerdo sino un proyecto. Enterremos a nuestro muertos-todos los muertos son nuestros, sin una sola excepción- y recordemos siempre aquello que, puesto que aconteció, quisiéramos olvidar.Nadie escarmienta en cabeza ajena, ni nadie, tampoco, aprende en las cicatrices de su propia carne. Pero olvidemos, olvidemos siempre; no perdamos la memoria de aquello que, con tanta humildad como patriotismo, quisieramos olvidar.
Los españoles que teníamos veinte años no hicimos la historia sino que nos limitamos a sufrirla y a pagarla a muy alto precio; muchos de mis compañeros de entonces hace ya cerca de medio siglo (no falta más de un lustro) que no pueden ni hablar ni respirar y que blanquean el monte con sus huesos. En la cabeza del hombre no cabe ni una sola sola noción más válida ni más hermosa que la vida, y miente quien diga lo contrario.
Los conceptos demasiado solemnes y abstractos quiero decir los conceptos demasiado esplendidos -Díos, Humanidad, Libertad, Patria- también pueden servir de máscara al aventurero; el hombre corriente y moliente debe tomarse no pocas cuatelas para defender la paz, esa situación que no es mayúscula ni minúscula sino certera y tangible, tampoco mensurable.
Para apostar por la paz, hay que jugar al pelo y no a la contra. El mesianismo, del signo que fuere, conduce a la equivocada y radicalizada politización a cuya sombra crece el pálido hongo venenoso de la guerra civil.
Recuerdese que los ambos bandos en liza se llamaron el uno, antifascista, y el otro antimarxista. Nadie quiso luchar por la idea sino por la antiidea, esto es, por la derrota de la idea contraria, y así nos lució el pelo a los españoles.
Desterremos la anécdota personal del campo abierto en el que tan sólo debe darse pábulo a la razón. Quiero decir que mis muertos-y, como todos los españoles, tengo mis muertos- no interesan a nadie, a los cadaveres que encontré, les dí tierra, y a los que no encontré, les dediqué un recuerdo. Punto final.
No se trata de aliviar, sino de evitar, el dolor de España. En la más alta rama del ciprés de la sinrazón anida el pajaro agorero que sueña con ver, una vez más, a los españoles luchando con los españoles. No predico abatir el pájaro a tiros o a pedradas; supongo que quizá pudiera convencérsele de que además de la muerte, también hay otros paisajes y otras figuraciones, incluso más saludables y benéficas.
Sí, pasemos una esponja sobre el sentimiento y dejemos que la historia sea estudiada por los historiadores. Que nadie se sienta paladín capaz de mover la palanca de la historia; los hombres prefieren morir en la cama, y, a ser posible, en paz. El cupo de aventureros de cada país y cada generación tiene unos límites que resulta muy peligroso ampliar. Y olvidar la derrota de la conciencia no es volver la espalda a la historia sino vivificar el recuerdo que a todos alecciona y nutre.
¿Quién no sabe que la primera ley de la historia es no decir nada falso y no temer confesar la verdad?. Esto también lo dijo Cicerón.
Hugh Thomas ha escrito una historia sobre nuestra última guerra civil; sueño con que el adjetivo última no quiera decir última por ahora, sino última para siempre. Supongo que Hugh Thomas, habrá seguido el consejo de Cicerón, esto es, ni habrá dicho mentira ni habrá callado la verdad. A los españoles no nos queda sino olvidar nuestra propia vergüenza, nuestro mismo y hondo dolor; a los españoles no nos queda sino recordar siempre lo que debemos olvidar, lo que debemos querer olvidar aunque nos cueste cierto trabajo hacerlo.
Hace ya muchos años llamé a la memoria, quizá demasiado vaga y poéticamente, esa fuente de dolor. Bebamos, mañana tras mañana, en la fuente de nuestro propio dolor, repito, de nuestro mismo y hondo dolor, en las aguas que deben darnos fuerza para que nuestro dolor jamás vuelva a dolernos. Suframos, si es preciso, para embridar nuestro dolor.
El Petrarca decía que el sufrimiento es alivio del dolor, y para Leopardi, el alto poeta, todo es arcano, menos nuestro dolor. Que con las páginas que ahora se cierran, se cierre también un tiempo amargo.
Enterremos respetuosos a nuestro muertos en medio de un silencio humildísimo, y grabemos en nuestra conciencia política la norma elemental de que los españoles no podemos ser regidos por los muertos. La consideración de la muerte- dejó escrito el Padre Feijoo-, a quien no aprovecha para la enmienda solo sirve de tortura.
Los españoles debemos pensar muy seriamente en dejar de torturarnos.