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El calor necesario para que haya vida

por Marisol Oviaño
(pincha en el vídeo para escuchar la música de fondo de este artículo)

No tuve vacaciones en verano, y hacía meses que no me concedía un fin de semana de asueto. Trabajar tanto, no desconectar, puede llegar a convertirse en un lastre para el propósito que se persigue. De modo que, erigiéndome en sindicalista de mí misma, el sábado eché el cierre a eso de las dos con la intención de no volver a levantarlo hasta el lunes.

Mis hijos pasaron a recogerme –todavía no me acostumbro al asiento del copiloto- y nos fuimos a pasar el día a casa de Cris quien, como siempre, nos recibió con los brazos abiertos. Nuestra familia y la suya llevan años creciendo juntas; y Cris y los suyos, su casa y hasta sus animales, forman parte de nuestra biografía. Tras un día muy agradable, de esos con tiempo para charlar de todo, preparamos la cena. Cris sacó una tarta con velas, le cantamos el cumpleaños feliz a mi hija Eude y, después de jugar al “Adivina quién” un buen rato, regresamos felices a casa bajo una nevada.

El domingo me levanté, ojeé la prensa mientras me tomaba el té y me dispuse a hacer albóndigas en salsa de tomate para toda mi familia: nuestra madre y mis hermanos nos reuníamos en casa de mi hermana Silvia para continuar con los fastos del cumpleaños de Eude. Silvia, su marido y sus hijos, viven en un piso alegre, soleado y acogedor; da gusto ir a su casa y oír corretear a sus hijos por el pasillo al grito de “¡han llegado los primos!” Parece mentira lo que puede abrigar el cariño de los pequeñajos de nuestra estirpe.

Comimos, Eude volvió a soplar las velas y a recoger regalos, y los mayores nos enredamos en una animada tertulia mientras los pequeños jugaban a sus cosas. Cuando nos levantamos de la mesa, eran más de las ocho de la tarde.

Esta mañana la trinchera proscrita estaba helada.
Menos mal que he hecho un buen aprovisionamiento de calor de hogar.
Sin él no habría manera de volver a la guerra.

3 respuestas a «El calor necesario para que haya vida»

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