por hijadecristalero
Al otro lado del escaparate hay un matrimonio preparándose para asaltarme con el relato de su infortunio. La incultura, como el hambre, se refleja en la cara, y sé que no vienen a buscar mis servicios. Ni a venderme nada: no llevan ninguna bolsa.
– Hola, buenos días, perdone que la interrumpamos –me dice el hombre después de abrir la puerta-. Estamos pidiendo para comer.
Me cuenta que ha estado treinta y cinco años trabajando y pagando impuestos, que se quedó en paro hace tiempo, que se le han acabado las ayudas sociales, que ni Cáritas les echa una mano… Mientras le escucho, pienso que si le diéramos la oportunidad de hablar frente a una cámara de televisión, nos diría que daría lo que fuera por trabajar. Pero si después me pasaran el micrófono a mí, tendría que decir la verdad: que en ningún momento me preguntó si sabía de algún trabajo. Y apuesto conmigo misma a que cuando termine de contarme su vida no me dejará ningún currículum o, en su defecto, un papelito con su nombre y su número de teléfono.
La diáfana crueldad de mis pensamientos me remuerde la conciencia: salta a la vista que este hombre nunca ha estudiado marketing ni sabe nada sobre optimización de los recursos; y quizá en su desesperación no sé de cuenta de que está desaprovechando un tiempo precioso. Y por un momento, como no tengo peces, me siento tentada de enseñarle a pescar y explicarle que tendrían más posibilidades de salir del hoyo si, en lugar de ir los dos juntitos a pedir limosna, lo hicieran por separado y dejaran su número de teléfono en todos los sitios en los que han estado mendigando.
Pero entonces me asalta un recuerdo de la infancia. Cuando algún hombre se acercaba a pedir a nuestro coche, mi padre le daba una tarjeta y le decía: “Venga esta tarde a verme a esta dirección y yo le daré un trabajo”. Ninguno vino nunca.
Cuando el hombre acaba su discurso, sé que la culpa de todos sus males la tienen la sociedad, los empresarios, los políticos, los bancos, la Iglesia y todas las oenegés laicas. Pero no sé qué tipo de actividad podrían desempeñar él o su mujer, ni cómo se llaman, ni dónde podría localizarlos en caso de que saliera algún trabajo. De modo que, aunque me quedan doce euros para acabar el mes, le doy la última moneda de diez céntimos que me queda y dejo que se marche tan ignorante –o tan caradura, me es igual- como ha venido.