Cuando era pequeña le gustaba ser mi pinche.
Se ponía un delantal, se subía en un escaloncito de plástico para llegar al mostrador y batía huevos, amasaba la harina, vaciaba melones… Siempre ha tenido un gran paladar: mientras su hermano exigía comida basura, ella se relamía con la famosa crema de tomates al basilisco y romero con croûtons al ajo y una gota de gin, que un lejano día me enseñara Miguel Martín Novella.
Cocinábamos con música y sin prisa, deleitándonos en lo que hacíamos, y un día que estaba esperando que yo terminara de hacer dados de calabacín, me dijo: “Quiero cortar”. Y yo, que creo firmemente que educar a los hijos es darles armas para sobrevivir en la guerra, le enseñé a manejar el gran cuchillo cebollero.
Parecía tan feliz en la cocina que llegué a creer que como yo, venía con una red salvavidas de serie: la vocación.
Después vino el divorcio, la desaparición en combate del padre, la disciplina militar y la adolescencia. Dejó de interesarle todo lo que no fueran la música y los chicos y dejó de ser mi pinche. De vez en cuando le pedía que me pelara unas patatas o que lavara unos tomates, y lo hacía diligentemente y sin protestar, pero ya no se involucraba. Seguía siendo una gourmet, seguía prefiriendo la comida casera a la enlatada y se quedaba en la cocina, sí. Pero bajaba mi música para que no le hiciera sombra y se lanzaba a su parloteo adolescente ajena a los aromas, a los colores, a los chups-chups, a la magia. A la demostración de amor que es cocinar para otros.
Ayer, mientras miraba como yo hacía tiritas de zanahorias con un pelapatatas al solecito de la terraza, me dijo: “Estoy empezando a pensar si estudiar para cocinera”. Y hoy hemos hecho unos macarrones con cebolla, ajo, berenjena, tomate y orégano (lástima de albahaca) para chuparse los dedos.
A lo mejor mañana me dice que quiere ser bombero. Pero estos ratitos de enseñarle a cocinar para los suyos con tanto amor como yo cocino para los míos, ya no me los quita nadie. Y a ella la acompañarán siempre.