por Claudio Molinari Dassatti/// Por lo menos ahora dormimos bajo techo. Durante un tiempo vivimos en un apartamento abandonado sin vidrios donde dormíamos sobre el cemento áspero. El suelo de parqué lo fuimos arrancando para hacer fuego. El refugio donde acampamos en la actualidad fue saqueado por otros antes de que llegáramos, después de comerse al dueño discapacitado, que no pudo huir a tiempo. Si hay que morir, y claro que hay que morir, mejor morir luchando. Se ve que aquellos muertos de hambre eran gente educada. Por lo menos, sabían cuidar el patrimonio ajeno y no ensañarse bestialmente con la destrucción. Nuestra tienda-hogar, decía, está bien ubicada y afortunadamente el suelo de tarima flotante es mucho más agradable que el cemento Este es uno de los placeres de Esto que habitamos: esas ocasionales ráfagas de civismo.
Así que aquí estamos, en esta antigua tienda de electrodomésticos. Compartiendo el mundo con las cucarachas y las pulgas, como buenos cristianos. (En cambio las ratas, que están gordas como bolsos de gimnasio, están menos sociables desde que algunas de sus amigas desaparecieron el mes pasado). Apenas llegar, cubrimos de barro los cristales de los escaparates, ya que el papel tiene muchos otros usos. Después llevamos allí nuestras pocas cosas. Lo importante es sólo cargar las pertenencias que uno pueda defender. Si se tienen más, hará falta guardia armada y la guardia armada sufre de ese capricho de querer comer. Y si no comen, no proveen de seguridad. Así es el capitalismo, esa variante tan dúctil y camaleónica de la economía. Esa forma de ver la realidad que curiosamente se basa sólo en observar la realidad. Es decir, que si no hay comida tampoco hay lealtad.
Y aquí debo, queridas generaciones venideras, retrotraerme a la época que la gente se mataba con espadas (bueno, retrotraerme quizá no sea la palabra adecuada), específicamente a la historia del Rey Arturo y sus caballeros. Estos caballeros juran continuamente su lealtad al Rey, sin embargo nunca se explica lo que cuesta dicha lealtad. En el relato, pareciera que se trata de puro amor y respeto. Nada de eso.
Las historias que mejor ilustran el fenómeno de la lealtad son las de piratas. No aquellas historias en las que los piratas parecen músicos drogodependientes, sino las clásicas. En La isla del tesoro, por ejemplo, hay un solo pirata que es leal. Long John Silver es leal al niño protagonista porque le tiene un cariño especial. El resto de los piratas cortacuellos es leal a Long John Silver porque van a obtener algo de esa lealtad: un doblón, un anillo, un vaso de ron, un periquito, lo que sea.
Yo tuve un libro sobre ese tema escrito en el siglo XVI. Se llamaba El discurso sobre la servidumbre voluntaria. Lo pude proteger durante un tiempo, pero al final me lo robaron. Al tiempo encontré algunas hojas mancilladas detrás del refugio, alguien lo había usado para limpiarse el trasero. La cultura, seamos sinceros, es frágil. Quizá porque la cultura está hecha de otro tipo de lealtad. Una lealtad que podría resumirse de este modo: si no tienes utilidad práctica, no me sirves.
Eso sí, la cultura del capitalismo sigue vivita y coleando. Como un camaleón.