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Escaparate

por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: studioescaparatismo

En los veinte metros que separan mi casa de la trinchera proscrita, la inclemente ventisca me ha llenado de nieve los cristales de las gafas. Entro y cierro la puerta corriendo. La ira de Dios queda al otro lado del cristal, y me recorre una corriente de placer; como cuando de niña jugaba al escondite y me ponía salvo tocando la pared y gritando “¡Casa!”.

En la calle hace un frío que encoge los pulmones, seguro que hoy no viene nadie por aquí.
Mejor.
Quiero cambiar el escaparate, y antes tengo que terminar de picotear los libros que han llegado esta semana.

El proceso por el que determinados títulos acaban expuestos a ojos de los viandantes, es largo y laborioso. Hacer el pedido me lleva varios días: busco información en suplementos culturales, en blogs literarios y en páginas marginales de críticos furibundos; leo los capítulos que cuelgan algunas editoriales y y también visito la sección de novedades de las distribuidoras.

Cuando al fin llegan las cajas, invierto un buen rato en cotejar su contenido con el albarán y en dar de alta cada libro en el sistema, trabajo aburrido donde los haya. Después empieza lo bueno, las horas que dedico a picotearlos para terminar de hacerme una idea, y para buscar un párrafo significativo. Cuando lo encuentro, lo copio en el ordenador con una letra grande, añado el título y el autor, meto todo el texto en un recuadro, lo imprimo, lo recorto, lo pongo sobre un trozo de cartulina que haga de marco, y lo pego en el cristal del escaparate.

– Eso es tu valor añadido -dijo un día el hombre en la sombra.
No sé si lo será, sólo sé que es un currazo.

Por suerte, hoy la ventisca mantiene a la gente en sus casas y puedo disfrutar del picoteo con tranquilidad. Con música suave, envuelta en el olor del incienso, concediendo a cada libro la oportunidad de atraparme.

El viento sigue enseñoreándose de esta noche desapacible que, en realidad, sólo es el final de la tarde. Por la calle sólo pasa la gente que va a la Farmacia, para la que este tiempo es sinónimo de temporada alta. A las ocho y media, Mili pasa a despedirse.

—No ha entrado nadie en toda la tarde —me dice con ese gesto tan rubio suyo—. Me voy a casa, que estoy agotada. Nos vemos mañana.

Si me apuro y me quedo hasta las diez, puede que me dé tiempo a todo.
Pero minutos después de que Mili se haya ido, la puerta se abre y da paso a una mujer que conozco. Entonces sé que hoy cerraré sin haber montado el escaparate.

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