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Un veneno infesta la literatura: la imaginación

por Juan Hoppichler
Fotografía en contexto original: Babelio

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Con Christophe Donner hay poca hermenéutica que podamos hacer. Sólo sabemos de él que es francés y calvo, escribe cuentos infantiles, tiene un gusto terrible para las camisas y en el 2000 publicó un manifiesto perturbador que incapacita para la ficción: Contra la imaginación (Espasa Hoy, 122 páginas).

Su lectura animará a quien crea que escribir es un compromiso intelectual y no un ejercicio evasivo. El libro es un ataque continuo contra el alejamiento de lo que “el arte ha de ofrecernos: un reflejo de la vida”. O sea, una diatriba contra la piedra angular de la ficción: la imaginación, esa “hipnosis” que, como “las rimas” y “la pequeña música de las palabras”, nos lleva a territorios banales y manidos. Porque al final la imaginación no es más que eso, una especie de refugio donde sólo habitan lugares comunes. Todo en ella se ha visto mil veces, desde las reconciliaciones amatorias bajo la lluvia a la muerte del soldado que compró la granja justo antes de ser movilizado.

Recorremos sus páginas planteando mociones, sin embargo todas nuestras objeciones son rebatidas. Donner ha estado allí, entre los amantes de las bellas mentiras, por lo que se adelanta y responde a casi todo.

La imaginación hoy es cobardía. Quizá en el pasado, con la hoguera preparada, había cierta excusa. “¿Para qué sirve la imaginación? A veces para salvar la piel. Uno tiene la necesidad de decir, pero no puede hacerlo, porque la policía estará al día siguiente en tu puerta. Es preciso entonces maquillar las palabras, inventar parábolas, localizar la historia en lugares lejanos y en tiempos remotos o futuros, allí donde el presente no puede reconocerse”

También podíamos ser indulgentes cuando se imaginaba por desconocimiento, por no haber nada mejor. “-¿De dónde procede la imaginación? De la ignorancia”. Donner habla como ejemplo de los mitos bíblicos: “no fue para que quedara bonito que se imaginó que la mujer había salido de la costilla de Adán”.

El único eximente que parece aceptar es la audacia y la genialidad: “El mérito retrospectivo que se concede a las grandes obras no reside nunca en sus cualidades imitables, útiles para su arte, sino en la audacia que se reconoce a la mirada del artista sobre su época. Esta audacia, que tiene poco que ver con el estilo, contiene un ímpetu que puede venir de la irritación (Céline), o de una insumisión discreta, pasiva, como de un flirt con la neurosis (Kafka), pero es siempre en último término esta audacia inimitable la que determina la grandeza de estos escritores”

Pero ahí se acabaron las licencias. Aquí y ahora, la imaginación ¿para qué? Donner habla de y a los escritores actuales, los del montón. Mediocres autores que deleitan con plagios y refritos, bien empaquetados, pero que no cuentan nada. Decimonónicos agonizantes que no quieren hurgar en la realidad porque, claro está, les duele.

En defensa del “yo”. La irreverencia también va contra las vacas sagradas, como Gilles Deleuze, que llegó a decir “La literatura sólo empieza cuando nace en nosotros una tercera persona que nos desposee del poder de decir yo”. “Chorradas” –responde Donner –”¿Para qué sirve enviar personas a la luna, qué se espera de ellos, para qué se invierte todo este dinero. Se espera su relato. Y que nos digan yo.”

La novela es el género nefasto por excelencia que ha extendido su influencia, su mentira, a todos los géneros. Y lo peor es el narrador omnisciente, absurdo y totalitario ¿Para qué hablar en tercera persona?¿Por qué esa cobardía? Un autor cuenta lo que es y lo que ve. Y para creerle tiene que hablar el “yo” aceptando que puede no conocer toda la verdad.

El autor tiene que asumir que no es genial y por lo tanto perecedero, ni su ombligo ni los elfos que habitan en su cabeza interesan. Todo lo que le queda es quemarse con su tiempo y telegrafiar desde el interior de la llamarada.

Nos despedimos con Donner: “La transcripción de lo real no es una obsesión estilística, y aún menos, la fuente de una corriente literaria, sino que se trata de la esencia misma del arte, del deber de la literatura. Porque es de nuestra existencia de la única que puede dudarse en el interior de lo real. Y el arte está incansablemente obligado a confirmar nuestra existencia allí. Se trata de un trabajo noble y sin fin”

9 respuestas a «Un veneno infesta la literatura: la imaginación»

Señor Triumph

De nuevo a vueltas con el mito romántico ¿Y cuando se te acabe el yo qué haces; dejas de escribir, te suicidas, te comes un bocadillo y pasas a otra cosa? Como diría el clásico «Guárdeme de sus cuitas vuesa merced, que bastante tengo con las mías». Por seguir con las citas consignaré dos más: «Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es» Carlyle. «Cada obra confía a su escritor la forma que busca» Jorge Luis Borges.
En algo sí estoy de acuerdo con Donner, y es en la absoluta anacronía del narrador omnisciente, no confundir con la tercera persona, que a mi modesto entender sigue estando vigente, sobre todo a la manera de Kafka en La Metamorfosis, impostada, pasada una primera a la tercera persona. El uso de la omnisciencia es una irresponsabilidad (salvo para los muy creyentes) desde que Nietzsche decretó la muerte de Dios.
No he tenido el gusto de leer el libro del señor Donner, pero por lo que me parece apreciar en el artículo que lo refiere no conviene confundir las personas gramaticales con el uso del yo profundo. Se puede hablar desde el Yo utilizando cualquier persona gramatical, la historia de la literatura está repleta de memorables ejemplos: Cervantes, Kafka, Musil, etc; en fin la lista es interminable. Incluso la segunda persona es válida, me vienen a la memoria algunos inmensos cuentos de Cortázar.
Las personas más modernas que he conocido en mi vida eran mis dos tías abuelas solteronas, dos ancianitas encantadoras que fueron maestras de escuela en los años veinte, fumaban en pipa, viajaban por el mundo y se fueron a ver la coronación de la reina de Inglaterra, Isabel II, «Por que era lo que había que hacer» según comentaban cuando se les preguntaba por ello. Por lo general eran escépticas a las nuevas tendencias de todo tipo que fueron surgiendo a lo largo de su vida, remataban la cuestión con un rotundo «Esto ya se hizo».

Yo escribo para comprender. Por lo tanto, suelo escribir desde el yo; lo que no quiere decir que renuncie a la imaginación y a la voz omnisciente, porque sólo son herramientas que a veces son muy útiles. Como cuando, por ejemplo, el autor necesita distanciarse de lo que está escribiendo.

Personalmente, siempre me han dado igual las teorías, nada se interpone entre lo que escribo para intentar comprender y yo. Utilizo tanto la primera persona como la omnisciente, según la historia me lo vaya pidiendo. Y si tengo que echar mano de la imaginación, no tengo ningún problema en hacerlo, porque ella llega donde yo no. Y muchas veces es ella la que acaba metiendo el dedo en la llaga.

Teniendo en cuenta que nuestra memoria es selectiva y que tergiversamos los recuerdos a nuestra medida, puede que la imaginación sólo sea la esencia de yo y ofrezca más garantías que éste. Afortunadamente. La propuesta de Donner es válida para él, nada más. Para mí la literatura es la mirada del autor, no el testimonio de un notario.

Querida Marisol, puedes usar los recursos que te plazcan, faltaría más; ¿pero no te parece un poco obsoleto el uso del narrador omnisciente?, a mí me resulta inverosímil, insisto en no confundir con la tercera persona, una voz y una mirada que te narra desde varios sitios simultáneamente, que se mete en el interior de varios personajes y te habla desde ellos; como el ojo de Dios que todo lo ve y todo lo cuenta. Cuando entro en una narración que lo hace deja de parecerme creíble. Otra cosa son diversos puntos de vista, en donde distintos narradores con una misma mirada y una misma voz te cuentan una historia, como hizo John Dos Passos en Manhattan Transfer, en donde el verdadero protagonista es la ciudad de Nueva York; o el Cela de La Colmena que le copió la estructura. Como impostura estética, el narrador omnisciente puede ser divertido, pero ya no resulta creíble.

Que una voz narradora funcione depende de la pericia del autor, nada más. No hay voces narradoras buenas y otras malas, hay escritores buenos, escritores regulares y escritores malos.
Particularmente, estoy harta de leer novelas de yo impostado, como esas escritas en primera persona en las que la voz narradora y la protagonista es una mujer, pero el autor es hombre (o viceversa).

Una voz omnisciente me permite hablar de lo que otros sienten y piensan cuando el “yo” no está delante y, a la vez, me permite elegir la realidad que quiero contar, porque soy “yo” quien decide qué cuenta y qué calla la voz omnisciente.

¿Qué es lo próximo que nos va a prohibir la policía (afrancesada) del pensamiento? ¿Recordar el último polvo, o imaginarlo? ¿El misionero, por decadente, o una exótica combinación de flor de loto con salto de tigre? El caso, como sucede siempre con los ‘intelectuales’, es que la gente no disfrute como le salga de las gónadas sin molestar a nadie. ¿Nunca nos libraremos de esos plastas parasitarios?

Los ‘intelestuales’ franceses fueron el invento más infausto de la posguerra europea. Dieron una pátina de respetabilidad a la ideología comunista, que debió haber sido prohibida a la par con el nazismo y el fascismo. De aquellos polvos estos lodos.

No seré yo quien prohiba el onanismo mental. La libido (todavía) es gratis. Pero, por el amor de Zeus, que alguien les plante cara ya de una puta vez. Coñe.

De los problemas de la Literatura, la imaginación, si fuera un problema, sería el menor. Los problemas mayores son el adocenamiento artístico y la industrialización del libro, que han esterilizado la producción literaria igualándola sistemáticamente por abajo en busca de ventas fáciles con criterios cortoplacistas.
Recomiendo «Los mercaderes en el templo de la literatura», de Germán Gullón. Caballo de Troya.

Querida Marisol, impostar una persona gramatical no tiene nada que ver con el género de la voz narradora, pero en fin, que cada uno haga lo que le dé la gana. Pero en todo arte hay unas reglas que se deberían cumplir si queremos que la orquesta suene afinada, también para narrar el caos si esa es la voluntad.

Al parecer es un libro lleno de sutilezas y por tanto vale la pena leer.
Si existe eso que llaman ¨convención¨entre escritor y lector hay varios conceptos que lo rodean que están en crisis, que ya no funcionan como en otros tiempos. Uno de ellos es el narrador omnisciente pero, a mi entender, eso no quiere decir qué hay que prescindir de él. Eso sería seguir una ortodoxia un tanto festinada. Hay que saber que funciona y qué no y usarlo en la medida que convenga.
Excelente artículo. GRacias!

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