El hombre en la sombra y yo tenemos un pequeño vicio privado: escribirnos. Hoy he querido compartir con vosotros este pequeño placer.
Después de pasar un gran día en casa de Cris, le mando esto a el hombre en la sombra con foto ilustrativa, para que vea lo mucho que viste las casas de mi amigos la revista que él dirige:
Cogemos las curvas con sincronía de aves migratorias.
Hemos hecho este camino miles de veces, y el cochecito ronronea de felicidad porque sabe a dónde vamos.
Caían gotas cuando salimos, pero cuando aparco ya no llueve, y llamo al timbre con el paraguas cerrado. Al otro lado de la valla, Pipa gimotea como diciendo: «Si tuviera manos, te abriría». Y aunque todavía no puedo verla, la saludo: “Hola, Pipa, guapa”, para que sepa que yo también la he reconocido.
Jose me abre y nos abrazamos en la escalera que baja hacia la casa.
Cris está terminando de dar el último toque a la comida en la cocina.
Nos abrazamos, nos besamos, nos reímos, nos abrazamos, nos besamos, nos reímos. Hace más de un mes que no nos vemos.
Aperitivo, marmitako, vino, chimenea.
Cris se va a buscar a Niko, que termina de jugar un partido.
Jose y yo hablamos de proyectos, trabajo, futuribles.
Llegan la madre y el hijo futbolista, que cada vez está más alto.
Los hombres desaparecen en el interior de la casa y nos regalan unas horas de amigas solas.
La lluvia suena en el jardín y humedece nuestro musgo mullido, verdecito, feliz.
Amy Winehouse canta Stronger than me.
A la caída de la tarde, bailamos.
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Entonces, el hombre en la sombra me contesta esto:
Imagino que esto es ser escritor:
empezar un relato en las curvas de una carretera mojada y acabarlo en las curvas de una canción
cuya cantante será para siempre un pequeño intervalo de luz y desesperanza.
Imagino que eso es ser escritor:
comer, beber, reír, besar, bailar, volver a casa y saber que todavía queda lo mejor,
la fiesta privada, la intimidad absoluta, el momento de estar a solas con las palabras.