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Diarios neerlandeses, 52

por Claudio Molinari Dassatti

52
-Yo no entro ahí ni loco –dice Steven.
-Yo tampoco –digo yo.

Pero Sara tiene el único juego de llaves de la oficina y soy su prisionero. Pasamos entre los porteros, dos rubios sin cuello, y en el interior nos separamos. El grueso de la tropa se pone a bailar entre las estudiantes, que se retuercen y frotan, y los estudiantes, que gruñen y vociferan. Imran baila alrededor de Papita como en un ritual de apareamiento.
Steven y yo pedimos unas cervezas y nos sentamos a observar. Me cuenta que es músico profesional y que está divorciado, y que para mantener a su mujer y su hijo se pasa el año viajando con una banda que interpreta éxitos ajenos. Lo dice a modo de explicación, no de lamento. Delante de nosotros, un par de inglesas se besan y se lamen.

-Ya estoy viejo para estos sitios –me dice.
-Yo me sentía viejo para estos sitios cuando tenía quince -respondo.
En medio del ruido, las feromonas y el alcohol, sentí que aquella era una gran amistad en ciernes, dos viajeros de la vida que se encuentran. Intuyo que es un hombre con quien podría dialogar e intercambiar los sentimientos de los que no hablamos de las cosas sino del sentido de las cosas. También sé que no lo volveré a ver.

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