por Robert Lozinski
Mihail Iurievichi Lermotov fue durante mucho tiempo mi escritor ruso preferido. Ahora ya no tengo escritores preferidos. El tiempo borra un poco el entusiasmo de las cosas. Todo tiende a juntarse en una mezcla de sabores equilibrados: ni demasiada sal, ni pimienta en exceso. El tiempo que ha pasado no hay que lamentarlo: hay que saborear el instante, el ahora, para alargar el sentimiento de la vida. Son esas ganas de vivir que aparecen cuando dejamos de sentir ya especial exaltación por nada.
La Naturaleza establece una especie de equilibrio existencial. Todo se compensa: la vida con la muerte, la muerte con la continuidad universal, el sufrimiento con la promesa de salvación, la felicidad con el sufrimiento, el éxito con la amargura, la amargura con la satisfacción de no haber tenido el valor de intentarlo. Lo último resulta quizás lo más fácil de soportar.
Existe también un equilibrio vital: el sauce crece en los lugares pantanosos y no se pudre. Es más, el agua sube por su tronco y por sus ramas y sale por las hojas como por unas tuberías, saneando el terreno y purificando el aire. ¡Magnífico! ¿Quién ha plantado el sauce en el pantano? Nadie. Es decir Dios.
Lermontov murió románticamente: en un duelo y muy joven.
No todos tenemos la suerte de morir jóvenes. A quienes llegamos a la vejez, Dios se encarga de amargarnos la alegría de seguir viviendo: ya no somos tan guapos, nos resulta cada vez más difícil cargar con el peso de nuestro propio cuerpo y notamos cada vez más su molesta presencia: una cárcel de la cual quisiéramos evadirnos. El alma empieza a maldecir el cuerpo en que se halla prisionera. Dostoyevski, perdonado por el zar unos segundos antes de ser ahorcado por sus ideas reaccionarias, fija, a ese respecto, su propio contrapunto: Si me quedara un solo minuto antes de ser aplastado por una terrible tormenta, un sólo minuto, ese minuto quisiera vivirlo. He aquí dos actitudes radicalmente diferentes: uno se concede un minuto para seguir con vida, el otro se apura a rechazarlo y muere. Para Dostoyevski la vida era una huida de la muerte; Lermontov corría al encuentro de la misma. El primero vivió más de 60 años, el otro sólo 26.
Un minuto de reflexión nos puede salvar de la fatalidad de nuestros propios actos.
Leí Un héroe de nuestro tiempo de Lermontov cuando tenía 14 o 15 años. Ahora sólo puedo imaginar por qué me impresionó tanto: llegaría a repetir parcialmente esa vieja lectura veinte años después al escribir la Ruleta Chechena. (Esto me hizo pensar que nos repetimos a nosotros mismos en todo lo que hacemos, en todo lo que pensamos o en cómo actuamos, a lo largo de toda nuestra vida. Creemos descubrir dentro de nosotros cosas nuevas pero lo que hacemos, simplemente, es profundizar en nuestro propio ser). Estoy seguro que no pertenezco a ese tipo de escritores natos que pueden escribir sin haber leído nunca nada.
¿Pero por qué Un héroe de nuestro tiempo?
Pechorin, el héroe del libro, era todo lo que Lermontov no había conseguido ser en su vida: un Don Juan cruel, frío y cínico. Los escritores tienen esa ventaja: poder imaginarse ser otros. Lo que, naturalmente, conlleva un inconveniente muy serio: no viven por completo su propia vida. Quien disfruta de la aventura es el lector, ocioso, que no arriesga nunca nada. Es uno de los aspectos maravillosos de la lectura; disfrutar de lo que a otro le ha costado sangre y lágrimas escribir.
Como decía, leí a Lermontov en la adolescencia. Entonces todo para mí era maravilloso: Me enamoré de Bela, la hermosa muchacha chechena, seducida y abandonada por Pechorin; me batí en duelo con Grushnitski, al borde de un precipicio para así cortarle al perdedor toda posibilidad de escapar de la muerte; vi las nevadas crestas del Kazbek. Entonces yo no sabía que Lermontov murió a los 26 años, también en un duelo. Tampoco sabía que disparó al aire mientras Martynos, el rival ultrajado, le diparaba y le daba en el pecho.
Al escribir La Ruleta imaginé que yo era Vitika, el protagonista. (Recuerdo que en cierta ocasión, en clase, a un alumno se le ocurrió preguntarme qué me habría gustado ser si no hubiera sido profesor. Le contesté que Spiderman. Desde aquel momento, naturalmente, fui su profesor favorito). Vitika había combatido en Afganistán. Era alto y fuerte, buen conocedor del riesgo y de las armas. Y, además, ¡hacía que las mujeres se enamoraran de él! A los hombres el complejo de Don Juan parece que no nos abandona durante toda la vida.
Vitika volvió de la guerra a un país que no era suyo. La “jodida perestroika” lo había cambiado por completo. ¿Quiénes son estos?, reflexionaba mientras tomaba una cerveza en uno de los numerosos bares que habían brotado por toda la ciudad como setas después de la lluvia. ¡Cómo había cambiado todo en tan solo unos años!
Tiene que adaptarse rápidamente. Las leyes de la antigua Unión Soviética ya no funcionan. Se encuentra con el caos del fin de una sociedad cuando el orden de la sociedad nueva aún no se ha establecido. Tan sólo hay avidez de dinero y de gastarlo en lo que sea. La perestroika creó nuevos jefes que no buscaban privilegios sino posibilidades de enriquecimiento. El mundo criminal quería usurpar su parte a un Estado que hasta entonces lo había controlado todo. Los jóvenes ven en ello una oportunidad de ganar dinero fácilmente.
Y aunque notara el engaño, Vitika se dejó embaucar por el dólar. El dólar americano irrumpió como un demonio en la vida de todos nosotros. El rublo dejó de existir. Todos querían dólares, buscaban dólares, hablaban de dólares. El dólar simbolizaba el dinero, el gasto, la vida libre. Pero no estábamos preparados para controlar su poder. Aquellas sociedades que no saben manejar el dinero adecuadamente, tienen con él una relación de fascinación y de miedo. Sienten unas irresistibles ganas de tenerlo y, cuando lo tienen, quieren deshacerse de él como de una enfermedad contagiosa. Y esa complicada relación casi siempre acaba con ellas, las destruye.
El dólar remató el derrumbe de la sociedad comunista, fue su lápida fúnebre. Por un puñado de dólares Vitika juega a la ruleta. No es lo mismo jugar por burlarse de la muerte, como hace Vulic, el oficial serbio en Un héroe de nuestro tiempo que aprieta el gatillo con tranquilidad, consciente de la espectacularidad de su gesto. Vitika, por el contrario, lo aprieta histéricamente, con el ansia de cumplir bien las normas.
Todos hicimos esto durante 70 años de régimen soviético: cumplimos histéricamente las normas. Y, sin embargo, un extraño deseo de regresar al pasado no nos abandona durante toda la vida. No sé si volveríamos por echar de menos el trato al que nos habían ido acostumbrando de manera metódica, o porque nos dan pena nuestros propios años vividos en ese estado. O simplemente porque allí nacimos. Regresaríamos para encontrarnos con nosotros mismos, para hacernos compañía.
Muchas veces me he preguntado, al igual que Shin, un joven norcoreano cuya historia contaré más adelante, ¿por qué en los campos de concentración hay pocos intentos de quitarse la vida? Porque el cautivo sueña con el día en que estará libre, con la hora en que comerá un trocito de carne, con el minuto en que se dará un paseo por la calle. El cautivo se aferra a la esperanza de que ese día por fin llegará y se empeña en seguir viviendo para verlo.
Shin se fugó del campo de concentración donde había nacido y crecido, donde había visto con sus propios ojos cómo ahorcaban a su madre y fusilaban a su hermano sin sentir pena porque creía que así era justo. No conocía otro modo de vida y tuvo un shock muy intenso al observar que la gente sabía reír, podía hablar de cualquier cosa, podía bromear o simplemente ir por la calle, llevar ropa de colores. La vida fuera del campo, la pobre y miserable vida de su país, le pareció maravillosa.
Cruzó la frontera y llegó a Corea del Sur. Pero a pesar de haber encontrado una libertad casi absoluta, Shin quería regresar a su campo para trabajar duramente, cultivar la tierra y vivir de ello; echaba de menos el hogar donde había nacido. Cada cierto tiempo recorría en tren la frontera de su país, las vallas de alambre de espino, y miraba por la ventana la tierra gris de más allá. Se preguntaba muchas veces por qué en el campo de concentración nadie intentaba suicidarse y en las ciudades de la Corea libre había decenas de suicidios cada año.
Porque el deseo de ser libre en el hombre no existe; es un deseo imaginario. Nos imaginamos la libertad en función de la prisión en que nos encontramos. Es libre quien encuentra sentido a la vida. En el campo de concentración la vida para Shin tenía sentido porque podía perderla en cualquier momento.
«La Ruleta Chechena» fue mi viaje de regreso al pasado. Al país de origen, a esa Unión Soviética que, después del nuevo reparto del mapa europeo, me han quitado. No digo que esté bien ni mal. Sólo digo que fue así, que me lo han quitado, que se lo han repartido y que nos hemos quedado sin lugar de nacimiento. Un pasado lleno de recuerdos, de libros, de películas, de valores en los que creíamos y que, como me dicen ahora, eran erróneos. Para que el pasado no resulte una equivocación tenemos que interpretar correctamente el presente. ¿Lo estamos logrando ahora? ¿Interpretamos correctamente el presente en que nos encontramos? No lo sé, pero ya nos lo dirá el porvenir.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena