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Diarios neerlandeses, 24

por Claudio Molinari Dassatti

24

Entre los numerosos y buenos amigos de Mariana, recuerdo a Beltrán y a Napia. Un día Beltrán me pidió opinión sobre un guión de cine que acababa de terminar. “Si lo escribís bien le quitas tranquilamente unas cuarenta páginas”, le dije. No me volvió a hablar. Dicen que la verdad no duele, pero es mentira.

Beltrán y Napia se juntaban en un local de la calle del Marqués de Santa Ana (tuve que buscar el nombre porque se me había esfumado). Era una suerte de casa bombardeada, sin cartel, ni luces, ni vidrios. Los parroquianos sabían de su presencia por la música estridente y por la gente desparramada en la acera entre latas y botellas vacías. El nombre del local también ha abandonado mi memoria.

Sus dueños eran un tipo con pinta de Ben Harper y otro con un flequillo hasta la clavícula y cara de haberse escapado de un manicomio. Eran los integrantes de Las asombrosas hélices del rock, una banda de nombre imposible de olvidar incluso para mí. Napia, Beltrán y Ellington eran habitués.

La única vez que entré fue como acceder a un taller abandonado lleno de mecánicos en coma. Vi una heladera, cajones, bancos, alguna silla. Era invierno y no había calefacción, ni alfombras, ni mujeres, ni barra, ni picaportes. Pero era un éxito, pues la cerveza era la más barata de la zona. La clientela acudía allí para no beber en soledad. Conocido solo por un puñado de alcohólicos, aquella cueva era otro de tantos sitios desconocidos y míticos que van desvaneciéndose tapados por la tierra, el tiempo y la historia resplandeciente y ficticia en la que vivimos.

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