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Diarios neerlandeses, 6

por Claudio Molinari Dassatti

6

Nuestros anfitriones, Frederik y Rocío, vivían en un apartamento cerca de la Place Flagey. Mi amigo descendía de noruegos e ingleses, acababa de recibirse de ingeniero y ahora era becario de la Comisión de Energía de la Unión Europea. Rocío era andaluza de pura cepa, abogada, y provenía de una familia de médicos.

Ella nunca llegó a entender qué nos unía a su marido y a mí. Supongo que todavía hoy se lo debe estar preguntando. Nuestros tema principales de conversación, de Frederik y míos, eran el cenit del petróleo, las canciones tristes –las únicas que conseguíamos tocar en la guitarra— y el lado divertido del horror. Un día recibí una llamada:

-Acaba de estrellarse un avión contra las Torres Gemelas. Y pensé, ¿a quién le puede causar gracia esto? Y te llamé a ti.

Esa primera noche en Bruselas cenamos tostadas con queso, tostadas con jamón y tostadas con paté; aún no había aparecido Jamie Oliver. Después salimos a disfrutar de la ciudad, pero el cine, la música y los libros no suelen reseñar el frío constante del norte de Europa. Un frío en el que los penes se esconden más rápido que las cabezas de las tortugas. Y no solo se lo sufre en invierno, también en otoño y primavera. En el mejor de los veranos hace frío por la mañana y por la noche, pues el sol sale cada dos o tres días.

En Bélgica, la palabra ‘aterido’ se aprende rápido. Pero dejemos ya este tema: si entre mis líneas no hay referencias meteorológicas, den por hecho que hace frío.


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