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el calor de la navidad

por Marisol Oviaño

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La Navidad empezaba el día que papá bajaba del altillo de la cocina las dos cajas de Señorío de Sarriá. En una estaban las figuritas de barro del Belén. En la otra, las luces de colores, los musgos secos, las palmeritas de plástico, las piedrecitas, el río de papel de plata, el castillo de Herodes, las casitas de falso adobe, las cortezas de alcornoque que utilizábamos para construir los puentes, las montañas, las cuevas y el portal. También guardábamos todos los años el papel de cielo estrellado que utilizábamos para hacer el horizonte, aunque solía romperse y había que sustituirlo de vez en cuando.

– Anda, pichuqui -decía mi padre sacándose un billete de cien pesetas del bolsillo del pantalón-, baja a la papelería y compra un cielo nuevo, dos bolsas de serrín amarillo y una de serrín verde.

Era un forofo de estas fiestas. No sólo montaba el Belén, además compraba cajas de Señorío de Sarriá para sus hermanos. Era un hombre acostumbrado a mandar, “yo no he nacido para tener jefe”, y a tener secretarias; y hasta que no se jubiló jamás hizo una llamada personalmente. Si necesitaba hablar con alguien, recurría a cualquiera de nosotros:

Pichuqui, llama a la tía Antonia y pásamela. Tengo que hablar con ella para ver si van a estar en casa, que quiero pasarme a llevarles el vino.

La tarde de Nochebuena él y mi madre visitaban a todos los Oviaño –y a los que no lo eran, como mi tío Pepito, hermano adoptivo cuya historia merece un artículo aparte- para llevarles las cajas con tinto, blanco y clarete. Entonces yo era demasiado joven para darme cuenta de que, de alguna manera, mi padre era el jefe del clan y aquella tradición le permitía tomar el pulso a la familia.

La noche de Reyes, eran su socio y su mujer –que vivían en el piso de al lado- los que pasaban a tomar unas copas a nuestra casa. Y yo, que era una niña de poco dormir, rabiaba de impaciencia cuando veía que daban las dos, las tres y hasta las cuatro de la mañana y todos seguían allí: temía que los Reyes pasaran de largo. Sin embargo, siempre vinieron.

Acabaríamos mudándonos a un chalet en la Avenida de Alfonso XIII, en plena ciudad de Madrid, privilegio de muy pocos. Aunque yo viví siete años allí antes de casarme, en mis recuerdos navideños de aquella casa están mis hijos montando el Belén con mi padre. Y éste disfrutando tanto como ellos la mañana de Reyes, cuando los niños abrían excitadísimos sus regalos de nietos de la clase media alta, esa a la que mi generación ha dejado de pertenecer.

La memoria tiene la buena costumbre de evitarnos los recuerdos dolorosos y conservar los más agradables: casi he olvidado que cuando mis hijos eran pequeños, pasamos un par de navidades hospitalizados. Y sin embargo tengo muy presente la que para mí fue la mejor Nochebuena, en la que estuvimos con mi familia tomando una copa y echando una divertidísima partida de Monopoly hasta las tantas de la madrugada.

Aquella sería la penúltima Navidad de mi padre, en la siguiente ya estaría con morfina. Y, sin embargo, de aquellos tristes días mi memoria ha dado preferencia al único buen recuerdo: el último abrazo que me dio papá el 5 de enero a pesar de que llevaba varios días completamente sedado, justo antes de que lo subieran a la camilla y lo llevaran al hospital, donde moriría el día después de Reyes rodeado de todos sus seres queridos: mujer, hijos, hermanos, cuñados, sobrinos…

Algún tiempo después, estando yo ya divorciada, mi madre compró una casa en el pueblo de mi abuela. Desde entonces celebramos allí unas navidades multitudinarias, divertidas y agotadoras, que han generado un montón de buenos recuerdos a los que mis sobrinos, y sobre todo mis hijos, acudirán cuando sean adultos.

Gracias a mi madre, mis hermanos, mis sobrinos, mis tíos, mis primos y los hijos de mis primos, mis cachorros han podido disfrutar del calor navideño a pesar de la continua deserción de su padre. Si no hubiera sido por ellos, estas fiestas los hundirían en una profunda depresión.

Hace un par de meses se quedaron oficialmente huérfanos, extraoficialmente hacía nueve años que se sentían así. Esta será la primera vez en la que la acostumbrada ausencia paterna estará plenamente justificada y, quién sabe, tal vez por eso llegue a doler menos. En cualquier caso, los tres estamos deseando que llegue el miércoles para coger el coche y poner rumbo al pueblo, a sumergirnos por unos días en la vorágine familiar.

Feliz Navidad a todos.

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