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La realidad de la utopía

por Francisco Martínez Mesa

Imagen en contexto original: fofoa
future

En estos tiempos que corren resulta muy frecuente encontrar en boca de muchos la palabra utopía. Y no siempre con la misma intención. Por ejemplo, hay quienes se sirven de ella para imaginar una existencia diferente y mejor que la vivida, una donde el sufrimiento y la injusticia presentes quedarán atrás, y se alumbrara un mundo más feliz y pleno. Se trata de una apuesta por el cambio, por la ruptura contra el inmovilismo dominante, desde el convencimiento de que la mera asunción de estos propósitos constituye ya de por sí un paso adelante.

Otros, en cambio, interpretan el término desde una perspectiva diametralmente opuesta: su mera invocación permite hacer patente su desaprobación o cuando menos su más absoluto rechazo respecto de aspiraciones o propuestas ajenas tildadas inmediatamente de quiméricas e irrealizables. Su presuntuoso desdén, en este sentido, vendría justificado por lo que ellos ven como la inviabilidad práctica de unos postulados que se consideran loables y bienintencionados pero absolutamente ideales.

Aunque en estricto sensu, el vocablo utopía, acuñado por el humanista Tomas Moro hace casi ya quinientos años, alude etimológicamente a un “no lugar” (ou-topia) o bien a un “buen lugar” (eu-topia), es decir, atiende, ya sea en cualquiera de ambos casos, a una dimensión esencialmente espacial, lo cierto es que el factor decisivo que define y engrana su realidad y funcionamiento es el tiempo. Y más concretamente uno: el futuro.

Cualquiera de las lecturas que se efectúe sobre la utopía, y ya no sólo cabe hablar de las dos extremas que se acaban de presentar, participan de ese denominador común, el temporal, tan difícil de concebir y pensar y, sin embargo, tan obsesivamente presente en todas nuestras reflexiones. Unos depositan en ese momento futuro toda su ilusión y su esperanza, otros, por el contrario, lo abonan de escepticismo e incertidumbre. En ninguno de los casos, hay motivos para justificar sus respectivas posiciones pues el futuro no existe, y por tanto es ilegible e intransitable. Lo único que poseemos es el pasado -a través de la memoria y la experiencia- y un escenario –el presente-en el cual nos desenvolvemos.

Nuestra natural aspiración a anticipar el futuro, hasta en los detalles más imperceptibles, choca, sin embargo, con la imposibilidad de visualizar lo que no podemos más que imaginar. Deseamos conocer nuestro destino aun cuando sea el más inmediato, pero la verdad es que cuanto más nos distanciamos del presente más nebuloso e incierto se nos presenta, frustrando nuestra voluntad de conocimiento y por consiguiente, de control. Tal exposición a lo incierto y lo imprevisible nos recuerda, en suma, nuestra condición frágil y nuestra extrema vulnerabilidad.

Y, sin embargo, toda nuestra vida nos dedicamos a especular sobre el futuro, llegando incluso hasta disfrutar de ello. Necesitamos hacerlo porque no podemos soportar sentirnos atrapados en el presente, más aun sí ese hoy es además infausto y desventurado. Y es en este marco donde encontramos dos maneras antitéticas de contemplar ese hipotético futuro, inversamente proporcionales a los enfoques clásicos que sobre la utopía se han tendido a instalar.

En efecto, a la hora de imaginar el futuro, los seres humanos tendemos a servirnos de la información y la experiencia exclusivamente disponibles en el presente. De tal manera que cuando tendemos a imaginarnos cómo nos sentiremos en el futuro lo hacemos pensando cómo nos sentiríamos si las cosas pasaran ahora. Por eso, nuestro malestar actual proyectado al futuro tiende a traducirse en una reacción de rechazo hacia lo que ya hoy consideramos insoportable, y en consecuencia alimentamos la esperanza de evitarlo. Como señala Platón en la República, los ideales de futuro encarnan las carencias del presente: hemos de esforzarnos por investigar y hacer manifiesto qué es lo que ahora se hace mal en las ciudades y provoca que no sean administradas del modo dicho, y cuáles serían las características, reducidas al mínimo posible, que habría que cambiar para que esta ciudad viniese a desembocar en el tipo de estado referido. Nuestra resolución de un mundo mejor no se inscribe en lo ilusorio. Al contrario, se afirma en la crítica de una situación presente de la cual queremos escapar. A este respecto, pues, la utopía no puede inscribirse de forma más inequívoca en la realidad. Nuestro espanto por perpetuarnos en un mundo gobernado por la iniquidad y la injusticia nos lleva a proyectar hacia el futuro alternativas esperanzadoras o, por el contrario, escenarios infernales e inhumanos (distopías), en su afán, siempre en cualquiera de ambos casos, de azuzar nuestras conciencias y actuar sobre nuestro nada edificante mundo actual.

Paradójicamente, quienes más se han significado en la descalificación de la utopía por su condición ilusoria e irreal, lejos de encontrarse en el terreno del pragmatismo donde afirman situarse, acreditan con mayor claridad la irrealidad de sus propuestas. Su exaltación del conformismo y su resignación respecto del presente implican de facto, un reconocimiento tácito: el de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y por tanto, de que no hay necesidad de ninguna otra utopía, porque ésta ya es una realidad fehaciente en el momento actual. La percepción de quien contempla así el futuro revela su total complacencia por un estado presente de cosas que indudablemente se aspira a perpetuar, a pesar incluso de no contar con el beneplácito general. Una entelequia, a decir verdad, si tenemos en cuenta que precisamente nuestra continua vocación a pensar en el futuro responde a nuestra natural y racional necesidad de entender y situarnos en un mundo cambiante y contingente que en ningún momento nos deja (y nos dejará) de sorprender.

(Francisco Martínez Mesa impartirá en enero de 2015 el Taller de Literatura y Utopía en Proscritos)

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