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Carretera

por Marisol Oviaño

El pueblo de nuestros ancestros está en la falda de una pequeña montaña, prácticamente escondido a ojos de quienes no sepan de su existencia, como si quisiera permanecer ajeno al mundo exterior.

No sé por qué no está conectado a éste por la lógica de la línea recta, pero me encanta la sinuosa carreterilla local que fluye hasta allí entre campos de labor y árboles de ribera. Para incorporarte a ella, nada más salir de la nacional has de trazar una hermosa curva que hace las delicias de los moteros. A partir de entonces, tendrás la sensación de estar siendo llevado hacia el pueblo por la corriente de un serpenteante arroyo; si el coche que viene de frente es muy grande, te echarás instintivamente hacia la derecha; y cuando llegues al puente tendrás que ceder el paso o permitir que te lo cedan: sólo cabe un vehículo.

Para nosotros todo esto es sinónimo de refugio, vacaciones, paseos, desconexión de la rutina e inmersión en la vida familiar. Pero si nuestros abuelos no se hubieran marchado de aquí, lo veríamos con otros ojos. Y en la casa de mi madre no habría jardín, sino espacio para dejar la maquinaria agrícola y, como mucho, un emparrado en un patio con macetas, que no dan trabajo a los hombres.

Nuestra abuela se fue de aquí a los doce años para servir. Mucho tiempo después se casaría con el abuelo, que era de un pueblo que estaba muy cerca de la carretera nacional: el trasiego de mercancías debió formar parte del paisaje habitual de su infancia. Cuando él nació, apenas había coches y casi todo el transporte era animal; no resulta difícil imaginar los sueños que provocarían los escasos camiones que veía pasar, tal vez fantaseara desde niño con viajar en ellos yave riguar qué había al final de aquella promesa de alquitrán.

Su familia tenía tierras, ganado y una lechería en la ciudad; el abuelo estaba predestinado a ser ganadero y agricultor, como todos los hombres de su familia. A mi padre no le gustaba el campo, me dice mi madre. Cuando conoció a la abuela, ya se encargaba de hacer el reparto de leche con una furgoneta por la capital. Por todo lo que me han contado de él, deduzco que tampoco debía gustarle la extrema dependencia familiar y el inmovilismo que genera la propiedad de la tierra. En una época en la que muchos sólo conocían el pueblo de al lado, él veía mundo a diario gracias a su trabajo. Probablemente, mientras conducía por la llanura pensaría que el negocio del futuro estaba en el transporte de mercancías, en el movimiento; y arrullado por el ruido del motor, soñaría con subirse a la ola del progreso mientras los demás seguían yendo en burro. Quizá su ambición se consolidara kilómetro a kilómetro: ser independiente del padre, ser su propio jefe, ganar más dinero, conocer sitios nuevos, relacionarse con mucha gente… Y un buen día se compró un viejo camión y se mudó a otro pueblo.

Las cosas no salieron exactamente como él había previsto, y su familia pasó privaciones hasta que se marcharon a Madrid; donde acabó encontrando un puesto como conductor de maquinaria pesada de obra pública: trabajaba haciendo carreteras. Murió de cáncer a los 47, la edad que tengo yo hoy. No vivió lo suficiente para que sus nietos lo conociéramos, por eso tengo que reconstruirlo a partir de lo que me han contado, de lo que imagino y de lo que de él llevo en mi sangre.

El otro día, una de sus hijas, dos de sus nietos y su biznieta mayor paseábamos a la caída de la tarde por los campos del pueblo de nuestra abuela. Oímos el motor de los tractores antes de que pudiéramos verlos, y pensé que hablaban de la alianza entre lo viejo y lo nuevo, entre la antigua sumisión a la tierra y el progreso tecnológico.

Los hombres llevaban recogiendo forraje desde la seis de la mañana, estaban deseando dejar los tractores en un prado cercano, coger sus coches y conducir cómodamente sentados rumbo a sus casas o al bar, a echar un botellín antes de la cena. Hoy tardan unos minutos en recorrer lo que a sus abuelos les habría llevado más de media hora; y cuando llegan a su destino no tienen que acomodar al burro o a la yegua, basta con que se guarden las llaves del coche en el bolsillo. Sus casas también tienen hoy unas comodidades que antes sólo era posible en las grandes ciudades: agua corriente, electricidad, calefacción, electrodomésticos, teléfono, tele por cable, internet…

Empezaba a hacerse de noche y emprendimos el camino de regreso, los hombres no tardaron en adelantarnos en sus coches y nos saludaron con el claxon. Y pensé entonces que tanto ellos, nietos de los que se quedaron, como nosotros, debemos todo este progreso a soñadores como mi abuelo; a personas que se atrevieron a preguntarse qué habría al otro lado del horizonte.

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