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Minutos musicales: Margaret no quiere ser moderna

Miguel Pérez de Lema

Las señales de «cambio de ciclo» van acumulándose. Incluso la propia expresión «cambio de ciclo» llega insistentemente a nuestros oídos, insistentemente, como un comodín que vale para todo, porque hay consenso en que casi todo está mórtimer a nuestro alrededor. Hay como un deseo de regreso a no se sabe qué centro de gravedad anterior, a qué paraíso perdido, a qué momento de plenitud y paz, del que lo único que se tiene por seguro es su ausencia y su pérdida.

Los alemanes tienen una palabra -no, no voy a ponerme a buscarla- para definir la «nostalgia de lo no vivido». Al parecer ese sentimiento está en la esencia de todo romanticismo, y el romanticismo cuando cuaja ya sabemos a qué volantazos e incluso a qué escabechinas puede conducir. (Lo mismo que la razón, por otra parte, lo cual tampoco es mucho consuelo).

He notado que los periódicos en su agonía han comprobado que hablar de sexo les sube las visitas en Internet, y tiran mucho de blogs liberales que le dicen a las amas de casa y las chicas Cosmo qué es lo último en folleteo moderno -a estas alturas, 40 años después de Shere Hite-. El otro día, en uno de esos consultorios progres de El País se hacían eco de que no se qué universidad americana decía ahora que lo que daba orgasmos más cosquillosos a una mujer eran los que se lograban con una pareja estable y con mucho sentimiento de por medio. Ya ves las cosas como se están poniendo.

Los astrofísicos nos dicen que el Universo es cíclico: tras explotar en un big bang la materia se expande hasta cierto momento crítico en que empieza a contraerse y vuelve a amontonar toda su masa en un sólo punto de inefable absoluto, para volver a explotar de nuevo. No sé, pero en el pansexualismo del S XX-XXI parece que hubiéramos llegado a la última frontera, o al menos a creerlo, y que una parte de la chavalería estuviera dando signos de estragamiento, un poco avergonzados de lo cochinos, rarunos y poco cabales que somos los adultos, con nuestros devaneos y nuestro rijo sin tasa. Parece ser que a los adolescentes, pudiendo frotarse sin límite con cualquier cacho de carne con el que se tropiecen, lo que les pone es el amor. También son ganas de llevar la contraria.

Como en todo, en esto, suponemos que la virtud está en el justo medio, aunque vete tú a saber dónde cae eso. De momento, pudiera estar bien recuperar un poco el pudor, aunque sólo sea porque resulta más entretenido y menos avasallador que el exhibicionismo.

Personalmente, no puedo estar más de acuerdo con la parodia de la desnudez «sin complejos», de este vídeo de la retrololita Margaret. Un par de veces de joven me llevaron -esos trámites de modernidad que había que cumplir- a la consabida playa nudista de turno. ¿Quién no ha ido con 20 años? Mi propia desnudez me resultaba ligeramente cómoda/incómoda, y por eso mismo fatigosa, por lo que opté por vestirme, lo que comprobé que me resultaba simplemente cómodo. Sin embargo la desnudez de los demás -unos por tanto otros por tan poco- me resultaba decididamente penosa.

Imponer a los demás tus despreocupadas celulitis, tus colgajos tristes, tus magras imperfecciones, me pareció el punto de decadencia en el que mi Universo empezaba a contraerse.

5 respuestas a «Minutos musicales: Margaret no quiere ser moderna»

Nada hay más agradable tomar el sol y nadar en el mar en pelotas.
Nada más incómodo que comer desnudo.

Recuerdo que a los 18 años estaba contándole a mi amiga Consuelo una aventura amorosa cuando ella, que tenía un cuerpo muy hermoso, me interrumpió para preguntarme: “¿De verdad? ¿Te levantaste de la cama en pelotas y fuiste correteando al baño? Yo no me habría atrevido ¡Qué vergüenza!”. Pero yo no acababa de entender aquella vergüenza: él y yo acabábamos de acostarnos, no le estaba mostrando nada que no hubiera visto ya y, además, me gustaba sentir su mirada siguiéndome, hacía que me sintiera como un regalo.

Nunca he tenido ningún problema en mostrar mi cuerpo desnudo en la intimidad y, mientras fui joven, aunque no tenía mayor inconveniente en desnudarme públicamente si no quedaba más remedio, consideré la desnudez como un regalo que reservaba para el otro.

Ahora que mi cuerpo no es joven, ni neumático, ni lozano, la cosa no ha cambiado mucho.
Me quito la ropa cuando todos mis viejunos amigos se despelotan al sol. Pero sólo me desnudo para quien se desnuda para mí.

A mí me gusta estar desnudo, en público o no. De niño fui tan playero como Robinson Crusoe, pero ahora no soporto las solaneras, el olor a bronceador y la convicción de que casi todo el mundo se orina al meterse en el agua. Con todo, me encanta desnudarme en las calas desiertas, o casi, de Ibiza (sí, conozco unas cuantas), no sólo por la ficción de que la desnudez física representa la pureza frente a la ortopedia impostada de la civilización, sino porque en las playas normales, donde centenares de macizas muestran y ocultan lo justito para detonar las más lujuriosas fantasías masculinas, me pongo fatal, oye. Por algún extraño mecanismo psicológico, ocultar según, cómo y cuándo viene a ser más, mucho más eficaz, que exhibirlo todo. De eso saben mucho las mujeres.

Lo más curioso de todo es que esas mismas exhibidoras de ingle acordonada ponen después buen cuidado de no separar siquiera las rodillas cuando cruzan las piernas en el autobús. Vivir para ver.

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