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confesiones literarias

por Marisol Oviaño

La convivencia entre la literatura y mis hijos nunca ha sido fácil.
De niños no queremos que nuestra madre sea arquitecta, doctora, astronauta o violonchelista. Queremos que mamá sea sólo eso: mamá.
Y cuando los míos eran pequeños, cada vez que yo intentaba sentarme a escribir se atragantaban, se caían, vomitaban, ingresaban en hospitales, pasaban días entre la vida y la muerte…
Aunque no les sirvió de nada, porque yo seguí escribiendo.

Cuando en el colegio rellenaban la ficha de “Profesión del padre”, no tenían duda; pero nunca sabían qué poner en la ficha de “Profesión de la madre”: ¿asesora literaria? ¿Lectora editorial? ¿Correctora de estilo? El resto de la gente tenía profesiones mucho más fáciles, que no necesitaban explicación. Así que la mayoría de las veces dejaban aquel espacio en blanco, de niños no nos gustan las cosas raras. Un día les dije que, para ponérselo más fácil a los del colegio, pusieran “escritora”, pero les daba vergüenza.

Resulta difícil explicar a quien no escribe que escribir no es una elección, al escritor le mueve el mismo instinto que pone al guepardo a correr tras la gacela. La necesidad de escribir es una enfermedad que duele como el hambre, y sólo puede saciarse escribiendo.

Pero ésa es una información que una madre no puede compartir con sus cachorros mientras son pequeños. De modo que, cuando nos quedamos los tres solos, la literatura se convirtió en ese novio que les robaba mi atención. Y como no podían hacerle desplantes ni gritarle “¡Tú no eres mi padre!”, boicoteaban nuestra relación peleándose y armando jaleo cada vez que yo me sentaba a escribir.
Tampoco les sirvió de nada.

Por fortuna, la infancia no dura eternamente.
Para otros padres, la adolescencia de los hijos es un martirio, para mí fue una bendición. Cuanto más crecen, más fáciles son las cosas.

Ayer, domingo, dedicamos la mañana a limpiar y planchar.
Después de comer me tumbé en el sofá un rato. Y a las seis, cuando me iba a sentar a escribir, le comenté a Eude que estaba pensando en irme a trabajar a la trinchera proscrita.

– No te vayas –dijo.
Yo tampoco quería irme. Era tarde de domingo, ese rato que si estamos en casa dedicamos a haraganear en familia. Pero tenía que escribir.
– Escribe aquí, como haces todas las noches.
– Pero es que son las seis de la tarde. Si me pongo a escribir aquí, no podréis ver la tele, ni jugar a la consola, ni dirigirme la palabra…
– Yo tengo que estudiar, y seguro que Alejandro puede quedarse en su cuarto.
– ¿Tú quieres que me quede?
– Sí.

Nadie me molestó en toda la tarde.
En la casa flotaba un agradable olor a respeto.

Una respuesta a «confesiones literarias»

Soy Alma y soy vulnerable

sinembargo

Hay mañanas en las que no me encuentro, en las que no me sé. Mañanas en las que me pregunto quién soy y responderme dibujando los límites de mi ser entre el nombre, la edad, la profesión y las responsabilidades laborales es una vacuidad total. Una reverenda tontería.

Sé que unos ojos que me miraran con ternura podrían responder contundentemente a mi pregunta y que contemplando esos ojos sabría quién soy.

Porque debo aceptar que yo soy de ésas, de las que se desintegran cuando un hombre la mira con ternura. Una vez aclarado mi pecado, sesgo y subjetividad total, sigo.

Me ha dado por pensar en la ternura, tan escasa, tan demodé, tan antivalor de nuestros tiempos que nunca será trending topic en Twitter, por decir lo menos.

Entre la equidad de género, la responsabilidad social, la tolerancia y, sobre todo, el éxito, la ternura ha sido aniquilada. ¿Qué puñetera civilización tan hueca somos que hay cientos de libros, conferencias, fórmulas y religiones para alcanzar el éxito?, ¿y qué es eso del éxito?, ¿para quién o por qué?

Lo más perturbador, es que no sabemos distinguir la ternura de la tristeza y mucho menos la tristeza de la vulnerabilidad. Se nos hace bolas el engrudo emocional y aterrados ante la idea de sentirnos frágiles, cercenamos la ternura de nuestras almas. Estamos muy pero muy jodidos. (Yo estoy jodida, ustedes no, queridos lectores, no se ofendan).

Estoy cansada de escuchar a todo el mundo presumiendo su currículum (me incluyo). Hace algunas semanas asistí a una reunión donde no conocía a nadie. Qué desesperanza absoluta me dejó la experiencia. A nadie le interesa conocer al otro, a nadie le interesa escuchar. Todos tenemos tanto que presumir, una letanía de logros por recitar que poco importa lo que el otro tenga que decirnos. Me refiero a esto: ante la pregunta ¿y tú qué haces?, respondí: escribo. Lo que vino fue una avalancha de autores favoritos, poemas inéditos y relaciones editoriales. Hue-va.

Cuando volvieron a preguntar ¿y tú qué haces?, respondí: soy mercadóloga. Y entonces la avalancha fue de marcas, campañas, tarjetas de presentación, agencias internacionales de publicidad y suputamadre. Recontra hue-va.

Me aburrí, fui a sentarme en un rincón y observé la escena. Qué desasosiego: tenemos una enferma necesidad de reconocimiento. Mira lo que sé, mira cuánto gano, mira mi coche nuevo, mira lo que tengo.

Mira cuánta soberbia chorreamos por los poros, humildad. Y ruega por nosotros.

Y si el tema es la pareja, peor la chingadera. Resulta que todos tenemos la fórmula para lograrlo, podemos opinar como profesionales y psicoanalizar al otro. Escuché a alguien decir que el éxito de su relación de cinco años, se basaba en la decisión de no tener hijos. Pobres de nosotros. ¿Cinco años de relación y ya podemos declararnos exitosos consumados en el complejísimo fenómeno de hacer pareja? ¿Qué declaramos de fondo cuando decimos que no queremos tener hijos?, ¿cómo podemos estar tan seguros de que quien comparte sus mañanas con nosotros no se hartará de nuestras miserias sólo porque ya llevamos cinco años juntos?

Ya sé que mis preguntas son políticamente incorrectas, que se estarán imaginando que soy una gallina rodeada de pollitos y convencida de que las mujeres venimos al mundo a parir, pues no. Pero no puedo dejar de señalar las taras de esta civilización y lo patológico de nuestro culto al ego que hemos llevado a niveles inauditos.

Sensatez, borra de nuestra lengua la palabra éxito y ruega por nosotros.

¿Les cuento del mundo intelectual y de los escritores? Mejor no. Mejor sí, pero poquito: lo único que les diré es que se critican y se odian entre todos. Y que cada uno opina que el otro es un pésimo escritor pero cuando se ven: se abrazan, se confieren el título de hermanos y beben alcohol hasta cambiar de opinión literaria y llenarse de halagos por el último texto que no leyeron para luego volver a reunirse y hablar mal de cualquiera que no esté presente. Una y otra y otra y otra y otra vez. (Ad infinitum).

Honorabilidad, enséñanos a cerrar la boca y ruega por nosotros.

El súmmum de nuestra incapacidad para ir hacia adentro se refleja en el pervertido entendimiento que tenemos de esa práctica milenaria oriental llamada Yoga. Ultraguácala, toda-la-hue-va-del-mundo.

Así es el yoga entre la clase media: un íntimo estudio super cute en la Condesa a donde van hermosas personas de hermosos cuerpos ataviados con increíbles trapos de diseñador para hacer el saludo al sol. Me muero de la risa.

Y un tipo mamado, bronceado, luciendo un lindísimo accesorio que trajo de la India, aparece en televisión como el gurú de la filosofía yogui. Me muero de la tristeza.

Anden a la porra con su espiritualidad que cabe en unos pants Stella McCartney.

Sencillez, agárranos a chingadazos hasta que entendamos que no somos importantes y ruega por nosotros.

A semejante edad he venido a comprender que está bien rendirse, romperse. Está bien responder no sé o no tengo. Es bueno para el alma y libera tanto. (Yo me rindo, yo no sé y no tengo. No hablo por ustedes, queridos lectores, no se ofendan).

Así que la próxima vez que me pregunten ¿y tú qué haces?, diré: soy viene-viene. Si eso no funciona para evitar el rosario de “éxitos”, responderé: soy una mediocre.

Y si de plano eso tampoco resulta, entonces contestaré: soy vulnerable. Y espero, por piedad, recibir por respuesta un comprensivo silencio que sirva como semilla de una comunicación verdadera.

@AlmitaDelia

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