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frío siberiano

por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: venividi

Como no he encendido la calefacción, me pongo sobre los pantalones una mantita de avión a modo de falda y me acuerdo de Luda, que combatía así la humedad de un México DF lluvioso e inundado. A pesar de que era siberiana, siempre tenía frío y andaba por la casa en calcetines, envuelta en una mantita beige, con la cara lavada y el pelo recogido.

David Luna, mis hijos y yo habíamos llegado al piso de Rodolfo Naró cansados de viajar, de lluvias torrenciales, de carreteras inundadas y de vivir aventuras, y apenas salimos a la calle los tres días que estuvimos allí. Rodolfo se marchaba por la mañana y no solía regresar hasta la noche, por lo que Luda y nosotros pasamos mucho tiempo juntos. Pero ni David sabía nada de inglés, ni ella una palabra de español; de modo que ella y yo nos tirábamos horas y horas hablando.

Había salido hacía muchos años de su Siberia natal, donde había dejado un hijo de la edad del mío, y había recorrido el mundo de table-dance en table-dance (esos sitios donde las mujeres se contonean y los hombres meten dinero en sus bikinis). Era muy guapa y, a pesar de que bebía como un cosaco, todavía lucía una piel inocente que la hacía parecer un angelito desvalido. Pero cuando se maquillaba y se vestía para ir a trabajar, se convertía en una bellísima femme fatale.

Tenía entonces 35 años y, aunque era consciente de que pronto no podría ganarse la vida bailando, no tenía un plan B. Apenas había ahorrado, y tampoco había invertido un solo céntimo de lo que ganaba –bastante más que la mayoría de los hombres mexicanos- en formarse. Había aprendido su inglés trabajando, hablando casi siempre con extranjeros que tampoco acababan de dominar aquel idioma, probablemente ni siquiera pudiera leerlo o escribirlo. Y nunca había manejado un ordenador, ni siquiera sabía que las nuevas tecnologías le permitirían hablar con su hijo a diario.

Yo sólo era cinco años mayor que ella, pero hice las veces de madre y le dije que empezara a invertir en ella misma, que se apuntara a clases de inglés, que aprendiera a manejar un ordenador y buscara un programa de teclados virtuales para poder comunicarse con su familia en cirílico. El día que regresábamos a España, se despidió de nosotros llorando: “Se va mi familia”, y se fue a trabajar.

Sabíamos que no volveríamos a vernos nunca más.
Ya habrá cumplido cuarenta.
Me pregunto si habrá regresado a Siberia.

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