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Stalin, el cinéfilo cachondo

por Robert Lozinski

A las 5 de la tarde en una sala del Kremlin todo estaba preparado para que Stalin, siempre muy riguroso y puntual, y sus colaboradores pudieran ver la película.

Pero el dictador no venía a divertirse, sino a crear su propia versión de lo que veía. “Una intromisión tras la cual sólo quedaban restos de lo que yo quise hacer, transformando la obra en algo que ya no era mío”, dijo uno de los directores con más talento de la época; a quien Stalin trató paternalmente al principio para poder destruirlo luego con satisfecha alevosía.El paso previo a la eliminación era una inocente puñalada bajo la forma de una reseña “no muy favorable” en uno de los diarios de la propaganda.

Stalin casi siempre prefería no saber nada del destino de la víctima; si dejaba de existir para él, dejaba de existir para el resto de los mortales. Pequeños grandes dramas que se consumían en el más absoluto silencio en el seno de las familias. Los más fuertes conseguían reponerse regresando al trabajo duro de las fábricas. Tal fue el caso del guionista Alexandr Avdeenko. Su hijo cuenta emocionado la historia.

– Déjale que se vaya –aconsejó a su padre, que no podía dejar de odiar al dictador ni después de su muerte.
– Es un sabio consejo –admitió- pero no puedo. Me arruinó la vida, mató mis ilusiones, mis sueños. Convivo con él y así moriré.

Otro método era humillar al sacrificado de turno: Stalin lo ponía en ridículo delante de todos, dando a entender que ya podía ir pensando en pegarse un tiro. De hecho, muchos eligieron la bala. Así procedió con uno de sus más cercanos compañeros de la clandestinidad revolucionaria que, también por orden suya, estuvo dirigiendo durante años la industria del cine soviético. Invitó a Boris Shumeatski al Kremlin a celebrar la llegada del Año Nuevo. A sabiendas de que no bebía ni gota de alcohol, algo muy raro para un ruso, le invitó a tomar una copa con todos .

– Pero tú sabes, Koba, que yo no bebo –se negó disculpándose.
– ¿No bebes? –dijo Stalin en el tono afable y amistoso que siempre usaba-. ¿Es que no te lo han enseñado todavía? ¿A tantos hemos educado y a ti no?
Este inofensivo cachondeo puso fin a la carrera de Shumeatski.

Gustaba también de gastar bromitas aparentemente inocentes. Un día apareció de repente en un estudio, mientras se filmaba, para ver qué tal iban las cosas. Se hablaba de su discreta debilidad por la actriz Liubovi Orlova.

– ¿Cómo están tratando a la favorita del pueblo? –preguntó al director de la película-. Si algo le ocurre, le haremos ahorcar.
– ¿Por qué, camarada Stalin?
– Por el cuello, amigo mío, por el cuello.

En la última etapa de su vida , Stalin, enfermo y visiblemente cansado, fue perdiendo el interés por el cine autóctono que, bajo sus instrucciones, sólo producía películas sosas y sin sentimientos. Stalin no trataba de esconder, en cambio, su encanto por las producciones norteamericanas. ¿Las encontraba perfectas, alegres y llenas de vida? Un joven Paul Newman que apenas empezaba su carrera, una hermosa Greta Garbo que brillaba con una luz inasequible. ¿Era feo el entorno que le rodeaba y que él mismo había creado como un verdadero maestro de lo horrible?

Muchos se preguntaron qué estaba pensando este enorme tirano, ya viejo y debilitado físicamente, mientras miraba una y otra vez la única película soviética que verdaderamente amó, “El Circo”, con Liubovi Orlova y Solomon Mikhoels, a quien había hecho ejecutar varios años atrás. A lo mejor consideraba la vida como una gran película en la que podía intervenir con poder absoluto para quitar actores, cambiar papeles o simplemente cargarse todo el guión. Lo que de hecho hizo, añadiendo a ello maldad y perfidia, y también burla hacia los que, por razones que sólo él conocía, decidía castigar. (Visto en el doumental ruso: «Cómo Stalin hacía películas»)

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

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