Todos los días pasa un par de veces por delante de mi mesa, al otro lado del escaparate proscrito.
Nunca tiene prisa y disfruta de cada paso. Camina ligeramente arqueado hacia atrás, para ir cortando el aire con su redondísima barriga, y siempre lleva un libro o un cuaderno en la mano. La barba silvestre y entrecana le echa unos cuantos años encima, pero calculo que todavía no ha cumplido los cincuenta. A pesar de su desaliño de vagabundo y sus kilos de más, conserva algo del hombre guapo que debió ser en algún momento de su vida; tiene la mirada inocente de quienes han desconectado del mundo y sonríe para sí mismo, como si la voz de Dios lo entretuviera en sus paseos.
Parece un hombre muy feliz.
A veces lo he visto sentado en un banco de la plaza, escribiendo. Y con frecuencia me cruzo con él. Si fuera fiel a mis costumbres, hace tiempo que habría empezado a saludarlo. Este es un pueblo pequeño y los días laborables siempre somos los mismos cuatro gatos: la de la tienda de ropa, la farmacéutica, el frutero, los del banco, los de los bares, la de las poesías… Pero cuando coincidido con él, evito mirarle.
Mis hijos suelen quejarse de que en cuanto me quedo parada un rato en cualquier calle, todos los ancianos, todos los locos y todos los negros vienen a hablar conmigo. Y eso que mis cachorros nunca han coincidido con un exyonqui tronado que aprieta el paso para ponerse a mi altura, me habla de sus cosas como si fuéramos íntimos amigos, me acompaña un buen trecho, me da un sentidísimo abrazo en el que se hunde entre mis tetas, descarga en mis mejillas dos besos envenenados de cariño y se marcha por donde ha venido.
Yo me defiendo de las quejas de mis vástagos diciendo que no elijo irradiar esa extraña energía magnética que empuja a perfectos desconocidos a acercarse a mí. Pero no es del todo cierto. A lo largo de los años he aprendido a abrir y cerrar el grifo que la libera: para contenerla, la mayoría de las veces basta con no mirar a los ojos de los otros. Ésa es una solución práctica para poder andar por la calle más o menos tranquila, pero la energía seguirá pugnando por salir de mí y amenazará con hacer estallar la olla a presión en que me convierte.
Sé que con ella podría autoabastecer mi casa de luz eléctrica.
Pero como soy de letras, acabo liberándola de la única manera sé: escribiendo.
5 respuestas a «Esa extraña energía»
Fiuuuu.
Vaya, Ricky, yo esperaba que tú, como físico, me propusieras participar en algún vanguardista programa de investigación energética (¡ponedme un chip o algo ya!).
Ese «Fiuuuuuu» me ha sabido a poco.
Extraño y peligroso asunto de la energia al reves, como yo la llamo… Porque de pronto y sin quererlo acaba uno compartiendo las penas de otros y repartiendo el pan y la sal con esos hombres y mujeres que han ¿elegido? pasar la vida de otra manera, sin responsabilidades, sin cargas, sin redes sociales que les sostengan o que los impulsen y si, de pronto hablan con nosotras, nos abrazan, extienden la mano para pedir algo pero en realidad no les importamos, no estarán ahi para ayudarnos en nada y muy probablemente si esculcarán nuestros bolsillos si caemos desmayadas. El tema es que esa energía es parte de nosotras las mujeres o ¿habrá hombres que la tengan? y si, podemos disimularla escribiendo, evitando las miradas o metiéndonos de lleno en ese extraño mundo (para nosotras) de la indiferencia por los otros.
He dicho fiuuuuuu porque cualquier otro comentario habría sido demasiado comprometedor. Lo único que puedo hacer en público es añadirle unas cuantas uuuuuuuuuu. Ese sol de la foto calienta más que los reactores de Fukushima.
Si, esa energia tambien la tienen ciertos hombres, aunque los resultados no tienen que ser los mismos