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Confesionario proscrito

por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: paginassueltasydecolores

Tal y como habían anunciado los meteorólogos, el día amaneció lluvioso.
Me levanté sin prisa y me puse a hacer tostadas en la sartén con el pan que sobró del día anterior. El olor de las sardinas despertó a los gatos y mis tres cachorros, humanos y felino, se dejaron caer por la cocina.

Mi hija y yo untamos las tostadas con mermeladas caseras que tenían denominación de origen: todas del pueblo de mi abuela. La de pera, de los perales de mi madre. La de mora, de las zarzas que allí crecen en todas las vallas de piedra.
Me duché, me vestí y me fui a trabajar.

Di un pequeño rodeo para pasar por la carnicería y comprar avío para el primer cocido de la temporada. Para mí es algo más que una comida, es una liturgia a la que Miguel Pérez de Lema puso un día un acertado nombre: cocido científico. Los sábados suelen ser tranquilos en la trinchera proscrita, y aprovecho para limpiar-aquí la directora general es también la señora de la limpieza- o para avanzar trabajo. Si llueve, puedo estar segura de que ni siquiera asomarán la cabeza esos amigos que tienen el detalle de pasarse a última hora para invitar a una cañita. Y nunca limpio cuando llueve: cualquiera que entre a preguntar la hora, lo deja todo perdido de huellas. De modo que pensé que estaría toda la mañana sola, encendí el incienso, puse la música y empecé a trabajar.

El libro que estoy corrigiendo me hace pensar demasiado. No puedo trabajar en él más de dos horas seguidas sin salir a airearme o a llorar. Así es este trabajo. Quien menos te lo esperas puede traerte algo que te revuelve de arriba a abajo. Y cuando estaba en mitad de una frase, pensando que en cuanto la acabara me iría al chino a por otra coca-cola, entró un hombre en la trinchera. Su cara me resultaba familiar, ya había estado allí antes. Empezó a exponerme su caso para que yo valorara si le vendría bien un taller o sesiones de asesoramiento personalizado, y acabamos hablando de la situación del país. Todo el mundo está tan cansado, tan harto, tan desencantado… En algún momento de la conversación apareció la palabra totalitarismo, y le recomendé que leyera El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, y a cambio, él, que tiene un currículum que ya quisieran los actuales ministros, me contó pequeñas intimidades del terrorismo vasco.

No eran muy distintas de las pequeñas anécdotas de tebeo que podría contar yo sobre el terrorismo de ultraderecha madrileño, que conocí hace muchos años, cuando ETA era una organización terrorista de verdad y mataba militares. El visitante y yo coincidimos en que a la casta política le conviene que haya un “coco” que asuste al electorado para presentarse como el ángel salvador, hablamos de la conveniencia de limitar por ley el sueldo de los alcaldes y de la injusticia de los impuestos indirectos, que afectan a ricos y pobres por igual.

Cuando la conversación empezó a tomar derroteros peligrosos, bien porque cada uno iba a empezar a confesar cosas que no conviene contar a un desconocido, bien porque a él le fueran a echar la bronca en casa por tardar tanto en volver, se despidió de mí con un apretón de manos y dos besos, y se congratuló por la agradable charla que habíamos tenido.
Ya eran casi las dos.

Trabajé un poco más en el párrafo que había dejado a medias, me hice un cigarrito para el camino, apagué el ordenador y las luces, eché el cierre a la trinchera proscrita y pasé por el súper para comprar el pan y los garbanzos, imprescindibles para hacer un buen cocido.

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