por Tímido Celador
– ¿No vas a fumarte el cigarrito de después?
– No hay prisa- contestó acariciándome la cara.
En circunstancias normales, aquel gesto habría sido suficiente para activar mis sistemas de alarma. Pero en lugar de pretextar cualquier memez y empezar a vestirme, cogí su mano y besé su palma. No la amaba y ella lo sabía. Y a pesar de saberlo, me miraba con agradecimiento. Sabía cómo seducir a un hombre.
– Quiero aprender.
Ella sonrió tristemente, me besó con delicadeza en los labios y me abrazó, utilizando mi pecho como almohada. No podía verle la cara.
– Ya hemos tenido esta conversación antes.
– Pero es que ahora quiero aprender de verdad- dije peinando su melena con los dedos-, ya no tengo miedo.
Un mechón blanco quedó al descubierto. Suspiró como si estuviera cansada, y tardó un rato en responder.
– Y ¿qué coño quieres aprender?
– A envejecer con dignidad.
Su silencio me dijo que no había esperado aquella respuesta. Suspiró y me besó en el pecho.
– Eso se llama sabiduría, y la sabiduría no se puede enseñar.
– ¿Por qué no?
– Porque la sabiduría la da la experiencia, y mi experiencia es completamente distinta de la tuya. Yo he llegado aquí por un camino que sólo yo puedo transitar.
– Entonces ¿para qué sirven los maestros?
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