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El Guru y otras hierbas, 62

por Tímido Celador

El Guru volvió a coger el porro y le dio la última calada antes de apagarlo.

– Bueno, yo me voy a la cama- dijo levantándose.

Me quedé allí solo mientras la marihuana hacía su trabajo. En el salón de la casita todavía había luz. La Sacerdotisa todavía estaba despierta. Y sola.
Me puse en pie movido por algún mecanismo sexual y fui a ver a Charlie, que estaba de guardia en la planta segunda.
– Voy a salir un rato –dije con una autoridad que me sorprendió a mí mismo-. Cúbreme- añadí con una sonrisa que me llegaba a las orejas.

No le di tiempo a hacer preguntas y bajé las escaleras maravillándome del ruido que mis zuecos de goma hacían en cada escalón. La brisa interpretaba su partitura entre las hojas de los árboles, el verano tocaba a su fin y la naturaleza se me revelaba cómplice en todo su esplendor. Mis pasos sonaban seguros sobre el camino empedrado que lleva a la casita, la Sacerdotisa no tendría opción: en cuanto me abriera la cogería por la cintura, la besaría en la boca y le haría saber que me tocaba llevar las riendas.

Llamé a la puerta con urgencia y sus pasos se encaminaron obedientes hacia mi erección. Pero no abrió Iris, sino Laura. Antes de que yo tuviera tiempo de asimilar el cambio en el guión, ella se arrojó en mis brazos llorando.

– ¡Me voy a Nueva York mañana!

Su cara buscó refugio en mi pecho y el olor de su pelo inundó mis pituitarias. Por primera vez en mi vida no tuve dudas: la abracé. Acaricié su espalda, la obligué a levantar la cara hacia mí y la besé. Después, la cogí en brazos como a una novia y cerré la puerta de una patada.

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