por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: torresdeberrellen
Hacía dos meses que sus padres le habían contado cómo se hacen los hijos, y casi había vomitado al saberlo. Nunca la había besado ningún chico- salvo jugando a la botella-, ni siquiera le había venido la regla. Pero amaba tanto a Manuel, que se habría arrancado su todavía puro corazón si él se lo hubiera pedido.
Aquel verano, el aire traía algo que llevaba a las hormonas al disloque y mataba a las ranas. La ranita que habían capturado entre todos los niños días antes, había amanecido muerta. Y Manuel había insistido en que había que enterrarla en lo más alto de la montaña.
El camino era largo, hacía mucho calor, la cuesta era empinada, se aproximaba la hora de la merienda… Jo, ¿falta mucho?, empezaron a quejarse los más pequeños. Poco a poco, el cortejo fúnebre de la rana se fue disolviendo, hasta que sólo quedaron ellos dos. Él, con el ataúd marca Adidas en la mano; y ella, levitando de amor, sin dar crédito a la felicidad de poder estar a solas con Manuel un rato . Él subía y subía. Ella lo seguía sin quejarse, sin hablar. Lo habría seguido al fin del mundo.
– Bueno, ¿aquí te parece bien?
Todo era tan hermoso que el aire le hacía daño al entrar por la nariz, y tuvo que suspirar para impedir que la felicidad le reventara el pecho.
– Sí.
Él dejó la caja de zapatillas en el suelo, entre aquella hierbecita silvestre de flores minúsculas y casi transparentes, y comenzó a golpear la dura y reseca tierra con una piedra. Mientras hacía el agujero más grande, ella lo observaba en enamorado silencio.
– Di unas palabras antes de que le eche la tierra encima- dijo Manuel poniéndose respetuosamente al pie de la tumba.
Ella se colocó a su lado y dijo unas palabras que había leído en un libro de piratas. Él se arrodilló y cubrió el ataúd de Adidas con su propias manos. Cuando terminó, se acercó a ella y comenzó a cruzar las piernas como las señoras que no pueden aguantar más las ganas de hacer pis.
– ¿Qué te pasa?
– Que me pica la polla.
– Pues ráscatela- contestó ella sonrojándose.
– No puedo, tengo las manos llenas de arena.
Nunca antes había visto aquel brillo en sus ojos, y deseó rendirse y huir al mismo tiempo. Dio un instintivo paso atrás, pero igualmente podía haberlo dado hacia delante.
– ¿Por qué no me la rascas tú? – preguntó él acercándole su pelvis como un torero que citara al toro- Tú tienes las manos limpias.
Nadie le había dicho qué tenía que hacer en esas circunstancias.
Sólo podía recurrir a su criterio.
Pero ¿a cuál?
Una voz le decía: Sí, sí, sí, sí.
Otra le decía: No, no, no, no.
Y mientras, él cada vez estaba más cerca.
Sí, no, sí, no, sí, no.
Había soñado miles de veces que él la besaba como en las películas y ella se rendía a su amor. Pero Manuel sólo había cogido la mano de ella y la había puesto sobre su bragueta dura y palpitante. Sabía que él esperaba algo de ella, pero no sabía qué. Sólo era una niña ignorante. Se agachó rápidamente, frotó las manos en el suelo y puso las palmas frente a la cara de su amigo.
– ¿Ves? Yo también tengo las manos de arena.
Él suspiró, se sacudió las manos en el pantalón e iniciaron el descenso.
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«El pícaro Manuel y la avispada enamorada».Je,je,je que dulce y picante relato primaveral.
Y ¿qué sería de nosotros sin lo dulce y lo picante?
Es evidente que Manuel no ha leido a Ovidio en el arte de amar.
Hombre, pedirle a un chavalín de 14 o 15 años (que es lo que deduzco yo que tiene el chaval del relato), que haya leído a Ovidio y lo sepa todo sobre el amor, me parece mucho.
A esa edad es cuando empezamos a descubrir el mundo y experimentar.
Imagino como ese entierro en la cima de alguna colina,les traerá repetidamente a Manuel y a la niña, a través del tiempo,el recuerdo de la «iniciación» mas placentera, ansiada, temida,buscada, evitada,quizá no tan perfecta como la fantasia,pero sin duda el prolegómeno de «eso» que cada vez estaba mas cerca de los dos.Brindo por el «requiem» a la difunta rana, como homenaje a esa inolvidable etapa de la adolescencia.Susana (una mujer argentina)