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La risita disimulada del Demonio

Por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original taunt

Miles de chaquetas y quepis de cuero negro se abalanzaron sobre toda la
inmensidad del país, como bandadas de cuervos sobre un campo sembrado para
robarle la cosecha que aún no había nacido. Ocurría por el año 1918. La
araña echó la red desde su nido, la red del terror rojo.

El jefe de la Cheka (Policía Secreta Soviética) ponía sobre el papel unas reflexiones sobre el sentido de la vida, la esencia de la felicidad: «La felicidad es el
sentimiento de paz después de la tormenta», escribió. Quedó pensativo, sin
mirar siquiera la escudilla con comida. Al notar su presencia sobre la mesa
la apartó con desdén: comer, dormir, cuidarse eran unos placeres
rechazables, «eructos de la rancia burguesía». Él no tenía tiempo para eso,
ocupado como andaba en firmar sentencias de muerte. Aquel rostro delgado y
transparente como de ángel, aquellos ojos en otro tiempo hermosos, de un
color verde difuso, aquel cuerpo escuálido sobre el cual el gastado
uniforme colgaba como de una percha, escondía un alma hecha con
fibras metálicas, insensibles a todo lo que no formara parte de su ideal: la
victoria definitiva del socialismo. Y un corazón frío como el hielo de su país
natal, Polonia.

– Tiene usted una paciencia seráfica –dijo la escultora inglesa que viajó a
Moscú para hacer los bustos a los héroes de la revolución de octubre-. Ha aguantado casi sin respirar más de dos horas.
– La paciencia se aprende en las cárceles, señora, y yo me pasé allí más de
un cuarto de mi vida. Tengo 40 años, de modo que puede hacerse una idea.

A la dama inglesa le llamaron la atención los dedos; blancos y largos como
de pianista. Unos dedos aristocráticos.

– Me consta su descendencia noble. Habría podido ser cualquier cosa, pero
eligió esto.
– Cuando era adolescente quería ser sacerdote, regalarle mi vida a Dios. Más
tarde elegí otra causa, ser la espada de la revolución en la tierra y con
ella traer la felicidad del socialismo. ¿Le parece poco?

La dama no contestó.
No hablaron más.

– Y ahora, con su permiso, me voy a marchar. Me espera mucho trabajo.

En uno de los despachos interrogaban a un detenido. El ángel del terror rojo
se dejaba caer por allí sin hacer ruido, como un casual soplo maléfico, y se quedaba sentado y quieto en un rincón apartado desde donde estudiaba al interrogado.

– No interrumpan su trabajo -indicaba a sus subordinados-. No me hagan caso.
Pasaba por aquí y entré.

Pero todos sabían que aquellas visitas no eran nada casuales.
Un aire de eterno luto se cernía sobre aquel rostro anguloso, alargado aún
más por una barba que le colgaba del mentón como una gran gota de agua gris.
Solía intervenir con alguna pregunta o comentario. Su voz era suave,
melancólica. A veces una sonrisa rozaba apenas sus labios. Los ojos casi
nunca parpadeaban.

Parece que la historia tiene un modo muy particular de castigar el
fanatismo. 20 años más tarde, la NKVD, antigua Cheka, que había creado Felix
Edmundovichi Dzerzhinski
, ejecutó de manera bárbara en el bosque de Katyn,
cerca de la ciudad de Smolensk, en Rusia, a unos 20 mil ciudadanos polacos,
oficiales del ejército, médicos, profesores, ingenieros. Suena a risita
disimulada del Demonio.

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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena

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