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Parque México

Por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: elplacerdelinstante

parque méxico

No tengo iPod porque me gusta escuchar todo lo que sucede a mí alrededor. Los domingos Nadir y yo vamos a desayunar al café Toscano que está frente al Parque México. A las nueve de la mañana llegamos armados de periódicos y entre sorbos de té compartimos un plato de molletes o una crepa de nutella con nuez. Revisamos las noticias de Venezuela, los estrenos del cine y las secciones de cultura. La mayoría de las veces llegamos también con los suplementos Babelia y Laberinto de los diarios El País y Milenio, por lo que el desayuno se prolonga hasta el mediodía.

Desde nuestra mesa tenemos una vista espectacular del que podría ser el parque más hermoso de la Ciudad de México, nuestro pequeño Central Park, como me gusta llamarlo. El área boscosa es densa y al centro un lago artificial sobre poblado de patos. Los corredores son el minutero del reloj, a cualquier hora están dando vueltas sin parar. Este parque es el corazón de la Condesa, colonia que se ha distinguido por ser la más cosmopolita de la ciudad. No es raro que en la mesa de al lado de sus muchos restaurantes escuches hablar a alguien en griego, francés o alemán, que al caminar sus calles te encuentres con un cubano o unas argentinas despistadas que te preguntan por cierta dirección.

Hace un par de domingos fui solo a desayunar y mientras leía Día Siete de El Universal a mi derecha se sentó un hombre cincuentón que vestía ropa deportiva y lentes oscuros. No hacía más que mirar el parque y fumar. Me fijé que de soslayo, de vez en cuando, echaba una ojeada a mi lectura y miraba su reloj con impaciencia. Al recibir una llamada a su celular, lo único que alcancé a oír fue, “no, aún no ha llegado”. Un rato después, una chica de unos 37 años, según el poco maquillaje que llevaba, se sentó a su derecha, pidió un té chai late, sacó un libro de su bolso y antes de abrir Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, habló por su celular. Relató la noche anterior en casa de su amigo galerista, cómo iba vestida, quienes estuvieron presentes, el menú, criticó hasta los mínimos detalles. Dijo que esperaba la llamada del chico que la había invitado la noche anterior, cortó la comunicación y se dispuso a leer.

Al cabo de unos minutos, el tipo impaciente interrumpió su lectura con el pretexto de pedirle fuego. Entabló conversación sobre el libro y Saramago. Él resultó experto en lo que ella opinaba y ella una alta ejecutiva de Bimbo. Con la rapidez del verano, dejando atrás la literatura y con gran seguridad en sí mismo, mientras meneaba su tercer café, él le mencionó dos o tres nombres de personas cercanas a ella, el de su jefe inmediato en la Secretaria de Energía, donde había trabajado anteriormente, su nuevo director de área en la compañía, recién llegado de Estados Unidos, también resultó conocido de un novio que ella tuvo en la Universidad Iberoamericana y de cierto profesor de postgrado en Londres. Tantas coincidencias hicieron que también yo estuviera atento a la conversación pedí otro exprés y fingí que miraba a los paseantes del parque. La chica cerró el libro, entre risas coquetas, poco a poco, le fue enumerando a su vecino de mesa las próximas inversiones de la compañía, quién era el proveedor de tal materia prima, el proyectado de ventas, los nuevos movimientos de ejecutivos. Hasta en dónde vivía el dueño de Bimbo y adónde se decía que había ido en sus últimas vacaciones. Al final, sin perder el estilo ni decir su nombre, con toda la paciencia del mundo, él pidió su cuenta, dijo que se le hacía tarde para una comida en casa de sus suegros y se fue. Lo vi perderse entre las sendas del parque. Ella volvió a Ensayo sobre la ceguera, como si nada, a su té que apenas había probado. Dejó el celular sobre la mesa, comprobando que seguía encendido. Si yo hubiera traído un iPod en las orejas, ni cuenta me habría dado de esa conversación, propia de película de espionaje.

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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006.

0 respuestas a «Parque México»

Cuando me mandaste el artículo y leí la primera frase, aluciné: «No tengo iPod porque me gusta escuchar todo lo que sucede a mí alrededor».
Ojala la hubiera escrito yo, porque he pensado lo mismo millones de veces.
Pero mejor que la hayas escrito tú: no sé si habría sabido contar tan bien lo que significa ser escritor.

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