por Marisol Oviaño
La última vez que fui al cine, hará ya dos años, salí con la sensación de que me habían timado por partida doble. La cinta estaba subvencionada por el Ministerio de Cultura, es decir, pagué dos veces: primero en Hacienda y después en taquilla, por una película tonta de la que hoy nadie se acuerda.
Ir al cine es un lujo que hace tiempo que no me puedo permitir.
Tengo dos hijos y, dificultades económicas aparte, resulta imposible que se pongan de acuerdo sobre lo que quieren ver. La niña suele elegir largometrajes tipo High School Musical o Crepúsculo- está en la edad-, y el niño/hombrecito se decanta por superproducciones o películas de alto contenido político (no sé a quién habrá salido). Él fue quien insistió hace años en que fuéramos a ver “El hundimiento”. Y ha visto “Gran Torino” al menos diez veces.
Como gastarme 7 euros en películas que se me harán eternas, es un sacrilegio para mi lamentable situación económica, delego la tarea de llevar a mi hija al cine en mi madre o mis hermanos, que siempre andan de dinero mejor que yo. Y ayer, aprovechando que la niña se ha ido a pasar el fin de semana fuera, mi hijo me pidió que fuéramos a ver District 9. Tenemos la nevera prácticamente vacía y no llegaremos ni siquiera a mediados de mes, pero busqué calderilla por toda la casa hasta juntar 7 euros- él se pagaba su entrada- y calmé mi conciencia diciéndome que no pude hacerle un regalo por buenas notas en junio y que se tiene muy merecido que su madre le acompañe una vez al año al cine. Así que, haciendo un alarde de clase media, nos fuimos a ver una peli. Con dos cojones.
Impresionante la idea original de la película: una gigantesca nave espacial lleva veinte años varada en el cielo de Johannesburgo (Sudáfrica) y desde entonces, un millón de alienígenas (a quien en la película se llama bichos, porque lo parecen) viven recluidos en un guetto de chabolas. El guión es muy bueno, y el director ha tenido la brillante idea de plantearlo como si fuera casi un documental en el que intervienen testigos más o menos directos. La acción comienza cuando al protagonista, un tipo no demasiado brillante que cumple con su trabajo sin hacerse preguntas, le encargan dirigir el traslado de los bichos a otro guetto a 200 kilómetros de Johannesburgo, a un lugar donde nadie pueda verlos. La película tendría otra lectura si la nave hubiera aparecido en Nueva York, por ejemplo. No os destriparé la historia, sólo os diré que quien era el responsable del traslado acaba teniendo que pedir ayuda a los bichos para huir de la voracidad de la industria biogenética y armamentística (que vienen a ser lo mismo). La película es una alegoría sobre el racismo y el miedo a lo desconocido, y la naturaleza humana sale mal parada: los negros que vivieron en guettos durante muchos años, son los primeros en pedir que se lleven a los bichos de allí; en medio de la miseria, hay clanes que se las ingenian para sacar tajada: los nigerianos que controlan el tráfico de latas de comida de gatos (a las que los bichos son adictos) sin que a los poderosos blancos parezca preocuparles lo más mínimo, pues estos sólo tienen un objetivo: las armas alienígenas con las que sin duda harán todo lo posible para someter a los de su propia raza (también aquí encontramos una crítica al incontrolable poder que están alcanzando las empresas de seguridad privadas).
La película te mantiene pegado al asiento los 112 minutos que dura y logra, además, que te avergüences de pertenecer al género humano: el único personaje con algún rasgo de humanidad es, precisamente, un bicho.
Salí del cine con la sensación de que habían sido 7 euros bien invertidos.