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El Guru y otras hierbas, 21

No puedo quitármela de la cabeza.
Desde la última vez que vino por aquí, rara es la noche que no sueño con ella.
Por eso, cuando sale a la terraza del tercer piso, pienso que son imaginaciones mías. Son las dos de la mañana, hace muchas horas que se marcharon todas las visitas y se cerraron las puertas.
La luz de la gran terraza está apagada, pero la noche está clara. Yo estoy sentado en el rincón más oscuro, no me ha visto. Se apoya en la barandilla y enciende un cigarro. No tarda en llegarme el inconfundible olor de la marihuana del Guru.
– Me ha dicho Santiago que tú no fumas- dice de repente volviéndose hacia mí y dándome un susto de muerte.
– Nnnno.

Supongo que debería preguntarle qué está haciendo aquí a estas horas. No la había visto en todo el día, tampoco su nombre estaba en el libro. Hace un rato pasé por la habitación del Guru y estaba completamente dormido. Y solo. Se había quedado frito viendo la tele- aunque echa pestes de ella, algunas noches la enciende para ver alguna película-. Pero esta mujer me idiotiza y no digo nada. Ni siquiera cuando se da media vuelta y se encamina hacia mí. Me pongo en guardia instintivamente y ella sonríe como si pudiera leerme el pensamiento. Se sienta a mi lado en el sofá.
– También me ha dicho que eres un tipo con inquietudes. Que quieres aprender- da una calada y me mira a través del humo-.
Mudo.
Idiota.
Imbécil.
No parece necesitar una respuesta, apaga la colilla en un cenicero y echa la cabeza hacia atrás para mirar las estrellas, como si acabara de olvidar que yo estoy aquí.
Pero me equivoco.
Su mirada está en el cielo, pero su mano derecha ha cogido mi izquierda como si ella fuera una niña y yo un adulto que tuviera que cruzarle la calle. Aunque con esa maniobra casi ha provocado que el corazón se me saliera por la boca, hago lo mismo que ella y finjo estar abstraído en la bóveda celeste. Su mano es pequeña y caliente, tiene un tacto muy agradable, la siento viva dentro de la mía, que siente la imperiosa necesidad de tocarla, acariciarla, apretarla. Ajenos a nosotros, nuestras manos juegan.
Ninguna mujer me había tocado de esta manera, llenándome de energía. Mi respiración y la suya se vuelven más agitadas mientras nuestras manos se acarician frenéticamente. La miro, vuelve la cabeza hacia mí y la beso, la abrazo, la tumbo en el sofá, le abro la blusa, le abro las piernas, le toco las tetas, me chupa los dedos, le subo la falda, le quito las bragas, se la meto sin contemplaciones hasta el fondo y ella gime y me sonríe.
Follamos. Follamos. Follamos.
Ella parece saber lo que mi cuerpo necesita. Se pone a cuatro patas apoyándose en el brazo del sofá. La sujeto por las caderas y la embisto como si el mundo fuera a acabarse esta noche. Me corro como si fuera la última vez y me derrumbo sobre ella.
– ¿Qué tal lo he hecho?¿Merezco ser tu discípulo?
Ella se ríe bajito y le muerdo el cuello con cuidado de no hacerla daño.
– Será mejor que regreses al trabajo- dice arqueándose para que me incorpore.
Yo me subo los pantalones mientras ella se baja la falda y busca las bragas en el suelo. Antes de que se cierre la blusa, le muerdo los pezones por última vez y ella me restriega el pecho por la cara. Si no estuviéramos aquí, volvería al ataque sin dudarlo.
– Mañana más y mejor. Ahora, márchate.
Cuando Charlie me ve aparecer, me mira extrañado.
– ¿Te has quedado dormido por ahí?
– Sí. Y he tenido un sueño de la hostia.
– ¿Qué has soñado?- me pregunta libidonoso.
– Que me follaba a la Sacerdotisa.
– Ja. ¡Más quisieras!

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