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El guru y otras hierbas, 19

He conseguido no pensar en él durante estos tres días libres que la empresa me debía.
He salido de copas con los pocos amigos que han podido escaparse de novias y mujeres, he echado un polvo circunstancial con una vieja novieta del colegio a la que no cogeré el teléfono en los próximos meses, he ayudado a mi padre a recolocar el salón como a los hombres nos gusta: mirando a la tele.
Y esta mañana me sentía preparado para que el Guru me importara un comino.

Pero, como siempre, el universo parece seguir sordo y ajeno a todas mis decisiones trascendentales. Y Charlie no ha esperado que termináramos de ponernos el uniforme blanco para decirme:
– Ya puedes respirar tranquilo, tu Guru está otra vez hablando por los codos.
– ¿Y eso?
– Desde que te fuiste no ha parado de follar con la Angelina Jolie.
Así llamamos a la chavala de 22 años que el Guru ya se ha beneficiado en capítulos anteriores
– A ella le daban el alta y quería despedirse- ha rematado Charlie haciendo un ilustrativo gesto con las caderas.

No me he esperado a que terminara de cambiarse y le he dejado solo en los vestuarios. Al salir al pasillo me he tropezado literalmente con Carlota, que andaba apresurada y apenas se ha quejado por la colisión de nuestros cuerpos. Quizá porque no haya tenido tiempo de reparar en lo sensual de la situación.

– Ah, mira, os estaba buscando. Aunque no esté autorizado en el libro de visitas, puede pasar a verle ¿eh?

Y antes de que yo pudiera preguntar nada, ha seguido su carrerita de buena empleada hacia el despacho del director. Me he quedado mirándola, tiene un andar elegante a pesar de los zuecos de goma; y me he encaminado al puesto sin pensar en lo que acababa de decirme, sin tomar precauciones, sin fijarme en los visitantes que estaban sentados frente a nuestro escritorio aguardando el permiso para entrar.

He despachado a las tres mujeres que estaban anotadas en el libro de visitas. Pero una cuarta ha hecho sombra sobre mis papeles. Y, cuando he levantado la cabeza para mirarla, me ha escaneado el cerebro a través de las pupilas, me ha sonreído y me ha dicho:
– Hombre, el discípulo.
– Ah… Hola.

Cada vez que la veo, temo que se vaya a disparar el sistema antiincendios.
– No estoy autorizada, pero paso igual. Ya te han dicho ¿no?
– Sssí, sí, claro.

Nadie, nadie, nadie puede pasar sin autorización. Me lo recalcaron mil veces cuando entré a trabajar aquí. Pero eso me preocuparía si la Sacerdotisa no anulara mi capacidad de raciocinio.

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