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No hay palmeras en la ventilla, 3

por Juan Hoppichler
Fotografía en contexto original: elrincondehernando
jara

Un verano fui a Londres con una beca para aprender inglés. Me fascinó. Por primera vez sentí que una ciudad estaba por fin, a mi nivel. Fui feliz. Cuando se acabó el dinero tuve que volver. Pero ya nada fue igual. Nunca pude quitarme la sensación de que Londres sigue rezumando vida mientras yo existo lejos. Hasta entonces había sentido cólera, pero sin saber muy bien contra quién o qué dirigirla. A mi regreso entendí que hay algo que odiaría el resto de mis días: a España.

Y de este odio surge, creo, mi fascinación por los centros comerciales, las franquicias de comida rápida, los aeropuertos y demás lugares globalizados. Cuando estoy en ellos me olvido de quién soy y dónde vivo. Podría estar en cualquier otro país, lejos. Me olvido de tal manera de mi destierro hispánico, que me siento desorientado al salir a la calle y toparme con Madrid.

Por eso me alegré al enterarme de que abrían una pista de ski artificial. Fui a la inauguración de lo que prometía ser un magnífico territorio apátrida. Allí estábamos, anhelantes, formando un todo, miles de desamparados queriendo entrar. Como un gran pulpo que rodea e introduce sus tentáculos en la mole. Intenté separarme de la masa para colarme por la puerta de emergencia sin pagar. Fui descubierto y tuve que salir corriendo.

Decepcionado, caminé de regreso. Vi a un grupo de sarnosos que se manifestaban precisamente contra este parque de ski. Que si desastre ecológico, que si especulación, que si pamplinas. Claro que entre ellos distinguí a Jara. Me aproximé fingiendo interés. Recuerdo que cuando levantó los brazos para exhibir una pancarta dejó al descubierto sus sobacos velludos. Estaban húmedos, relucían. Un olor a gloria me embriagó.
-¡No participes de este negocio!-me dijo.
-No, claro que no.

Es muy difícil contradecir a una chica a la que, por encima de todo en la vida, quieres meterle el nabo. El caso es que me fui con ellos. Jara me contó que era troskista, vegetariana y bisexual.
No había chicas así en los multicines.
Ella era distinta. Me habló de un tal Cortázar, de Los condenados de la tierra y Sai Baba ¡Yo tenía tanto trabajo por hacer! Hablé poco y sonreí mucho.

Su casa de la Latina olía a salitre e incienso. Sus compañeras de piso deambulaban en braguitas. Yo no quería estar en ningún otro sitio. Ni siquiera en Londres. Me enseñó sus libros, su música e incluso me leyó sus artículos. Llegó la noche y me llevó a su cama. Decidí que quería conocer a todas las Jaras del mundo.

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