por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: el pais
La rueda delantera amaneció completamente desinflada. No necesitaba el coche, de modo que decidí esperar a que mi hijo volviera del Instituto. Por supuesto, sé cambiar una rueda solita- y arreglar un enchufe, desatascar un baño, hacer un taladro…-, pero lo hago porque no me queda más remedio. Prefiero cocinar, por ejemplo, y que otro haga los agujeros. Y, aunque podía haberme puesto a la tarea sola, consideré que era una buena oportunidad para que mi primogénito aprendiera algo nuevo.
Cuando en alguna ocasión hablo con mi amigo Manuel sobre el referente masculino que puede tener un niño sin padre, él me tranquiliza diciendo que su referente será el tipo de hombre que me guste a mí. Y a mí me gustan los hombres que facilitan la vida, los que se enfrentan a los problemas y se ponen manos a la obra.
Mi hija se quedó a cargo del arroz que hervía y su hermano y yo bajamos a desenfacer el entuerto mecánico. Pero ah, amigos, lo difícil no es meter el gato, levantar el coche y aflojar las tuercas. Lo difícil es sacar la rueda de repuesto. Para ahorrar espacio en el maletero, ésta va bajo el coche, unida a él por un cable, lo que no debería presentar mayor dificultad. Pero los pasos a seguir para sacarla escritos en el manual estaban confusamente redactados, y los dibujos explicativos no se correspondían con el texto.
Después de un buen rato tratando de aflojar en vano una tuerca, mi hijo llamó a un amigo, que bajó de buen grado a echar una mano. También él leyó las instrucciones sin entenderlas, forcejeó con la tuerca y desistió. Volvió a cotejar con mi hijo, una vez más, el libro con los dibujos. Mientras, yo conseguí aflojar la tuerca, ellos terminaron de traducir el galimatías, me hicieron a un lado y, en cuestión de segundos, la rueda de recambio cayó al suelo.
Para entonces ya estaban bajando su madre y su otro hermano, que nos habían estado mirando desde la terraza y venían a ver si podían echar una mano. Y llegaba otra vecina, que casi dio un grito de alegría, un rugido de hembra, al ver a los dos chavales metiendo el gato y aflojando las tuercas. ¡Al final resulta que sirven para algo! dijo con una gran sonrisa. Sí, las tres estábamos siendo testigos de la metamorfosis: los niños que habían pasado todo el verano haciendo mortales en la piscina, se estaban transformando ante nuestros ojos en hombres. Hombres de los que nos gustan a las mujeres.
Pasó también en ese momento por allí un hombre joven, de unos treinta años, que sin duda se sintió llamado por el indudable atractivo de la madre del hijo de mi amigo y las risitas de aquellas tres maduritas alrededor de dos chavalines. Intentó dárselas de ángel salvador, pero llegaba demasiado tarde: los chicos ya estaban colocando la rueda nueva en el eje y ni siquiera se tomaron la molestia de mirarle, crecidos como estaban por el interés que estaban despertando entre las mujeres. Pero él no desistió y analizó la rueda vieja como si tuviera un doctorado en neumáticos. Como un macho viejo que viera amenazado su liderazgo por los cachorros. Pero los ojos de todas estaban en el chico que apretaba las tuercas, presas de la belleza hipnótica del trabajo manual. Y el joven, sintiéndose ignorado, farfulló antes de seguir su camino: Bueno, como veo que no me necesitan, me voy.
Cuando acabaron la tarea, nuestros adolescentes se veían rebosantes de orgullo por sí mismos, pletóricos de satisfacción, radiantes, y las mujeres, felices. Unas de tener esos hijos, y todas de comprobar que todavía hay esperanza para el hombre.