Por Adrián Herreros
Las de trece años miran a los de quince y ríen muy alto cada vez que ellos hacen complicadas piruetas, se tiran a bomba o se pelean como cachorros en un reportaje de National Geographic, gritando mucho y levantando columnas de agua para que las de diecisiete reparen en ellos. Pero ellas, que ya salen por la noche, tienen novio o están enamoradas de alguno, les ignoran como a insectos ruidosos e inofensivos.
Yo les observo a todos como un olvidado enanito de jardín cubierto por enredaderas, escondido bajo mi panamá y parapetado tras mi libro, sin añoranza de la lejana adolescencia, disfrutando de la errática energía sexual que los hijos de mis vecinos me regalan cada vez que bajo a la piscina.
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Me haces recordar muy vívidamente mi vida piscinera. Sigue así.
Recuerdo una especie a la que llamábamos «las boyas»: mujeres mayores y gordas que no sienten el frío y se pueden pasar dos horas en el agua, de tertulia y no te dejan bañarte.
Y otra, «las aftersunes», cuarentonas peligrosas y aburridísimas, que dejaban una mancha irisada en el agua y la escalera resbalosa.
Y las diosas. (ay)