Por Pedro Lluch
En los arrabales industriales de una ciudad cualquiera de Europa Occidental: hotel de tercera categoría. La reunión de mañana es a primera hora y no cabe considerar irse al centro: he de ser puntual y evitar los atascos de la hora punta. Es Europa, se cena pronto. Y a la cama de corrido.
Y abro el libro que conmigo llevo. Y un ruidito empieza a oirse. Primero discreto, difuso, me cuesta ubicar su origen, es como si trasladasen muebles, movieran sillas, pero no: es en la habitación de arriba, es un ritmo, un crujido de muelles y un golpeteo de cabezal contra la pared, es un sonido que tiene nombre. Y ritmo. Primero suave, como tímido, y a ratos cogiendo vuelo, para pausarse un momento antes de retomar el repiqueteo, que se acelera, se enciende con algún que otro estertor, que acaba siendo frenético, acompañado de gemidos, de palabras a medias, de más gemidos roncos, de un ay, de más fuerza.
Y luego el silencio.
Preñado de olores que no huelo. de caricias morosas, de duermevelas dulces que pesan sobre mi cama, encima del techo que miro, que mi mirada no atraviesa, imagino una sonrisa, un desmayo, el peso del hombre, la laxitud, la humedad recién cumplida, y un gruñido de satisfacción que no oigo. Silencio.
Es de lo peor que le puede pasar al viajero.
La distancia, entonces, que le aleja de casa y de unos brazos deseados, se hace espesa, turbia. De trago áspero. Apago la luz.