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LAS VARIACIONES DE NAOKO

Por César de las Heras
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El bambú crece con su frágil y vertical apariencia. Las hojas verdes se afanan por disimular un cuerpo ligero, un cuerpo escaso; el bambú se mece con poco viento, rara vez se quiebra.

Naoko, pedacito, sexo peculiar, palabras que gotean, besos vagos.

Nacida para la soledad cuando la encuentra deja de estar sola, vienen los monstruos. Todo está impregnado por la desconfianza, en éste caso no son barreras, son formas de ser, de comportarse. El miedo al dolor impide amar, el no amar, el no poder amar da miedo. La diversidad es fascinante y nos mantiene vivos. Nada es como parece, las dudas son recomendables para la vida adulta, la seguridad pocas veces acierta. En cualquier caso es recomendable mantener alguna de las puertas en funcionamiento, por si hay que abrirlas.

La casa estaba en una urbanización a las afueras de Tokio. Era una casa agazapada, una casa con un aroma peculiar, con una arquitectura estilizada, con un perro que de vez en cuando rodeaba la casa y al llegar a la puerta daba un salto, solo uno, y después se tumbaba bajo el árbol más cercano, bajo su sombra. El hilo musical tejía un microclima tenaz, una línea recta, un estilo que reforzaba una atmósfera densa. La luz se colaba suavemente cohibida por los finos espacios de las persianas a medias. La comida era escasa, las velas tenían más cera de la que arde, el móvil avisaba cada quince minutos la llegada de un mensaje, un mensaje sin texto. Los días pares para Naoko eran de dos en dos, los gastaba dejándose envolver por una niebla palpable, un manto de algodón en tono gris que impedía la visión del jardín, las caricias al can, el verbo fluido, los abrazos. Los días impares eran de uno en uno, eran menos, eran menores, se precipitaban ladera abajo huyendo de los pares, con los años iban perdiendo facultades y cada vez les costaba más trepar. Su misión consistía en soplar, levantar las persianas siempre a medias, iniciar y mantener conversaciones, admitir compromisos, dar besos, añadir al sexo animal puntas de cariño, dar pinceladas a las horas valle, algo de color, calor para las temperaturas bajas.
Una tarde la puerta, toc toc, sonó, toc. Naoko se encontraba en la casa, como siempre, y como casi siempre el I-pod impedía la llegada de sonidos externos, el I-pod reforzaba su mundo interior, sus barreras. La puerta, toc toc, volvió a sonar, toc. Curiosamente uno de los toc fue escuchado, Naoko apagó el I-pod, comprobó que no estaba en uno de sus días pares y se lanzó desesperada a abrir la puerta. Ella deseaba abrir la puerta, lo intentó entre el toc diez y el diecisiete toc, no con grandes esfuerzos, no sin un interés disimulado, pero la puerta no se abrió, no pudo, no supo, no quiso. El toc paró, cesó el toc toc.
Naoko continúa en la casa a las afueras de Tokio, el perro se ha fundido con la sombra del árbol más cercano, los días pares han ganado, las velas hacen sombras ondulantes impuestas por la escasa luz de las persianas a medias, y la ligera brisa del aire acondicionado, el móvil sigue avisando de la llegada de mensajes sin texto, el cosquilleo y la ilusión de amar, de besar, de centrarse y confiar ya no es posible. Aquí no se hace el amor, aquí se folla.

Imagen en contexto original: pangea

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