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desde mi ventana

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Por Pedro Lluch
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Desde mi ventana veo el dormitorio de una familia de la vecindad que en verano no se corta y cuando las lluvias de abril no baja las persianas. Son de origen cubano: alguna vez la he visto y oído a ella hablar por teléfono apoyada en el antepecho de su ventana. Su dormitorio frente al mío me permite unas vistas sin enredos a su intimidad (yo apago discretamente la luz detrás mío para no ser descubierto atisbando). Cada tarde se desnuda, se ducha, se seca y se acicala, se viste y me deleita cuando extiende afeites y cremitas hidratantes por la generosidad de sus curvas. Está bien dotada mi vecina. Cada tarde sale a trabajar y alguna vez la oímos volver, con un coche azul, ventanas bajadas, y reggaeton y sones de Cuba hiriendo la madrugada. Para mí que trabaja en un local nocturno. Se acicala y exhibe, sin ella saberlo, y a las siete de la tarde, y se va entonces para no volver hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Por el volumen de su música diríase que ya está sorda, de lo que deduzco noches enteras sirviendo copas y tal vez algo más en algun local de ocio, tal vez de alterne, aunque no digo que sea puta, ¿eh? Pero sí puedo afirmar (porque la veo a menudo) que su dotación (mamaria) le permitiría con éxito y sin penurias adoptar esa profesión. Y si bien vive con una niña y una mujer de la limpieza, sólo a temporadas la he visto compartir el dormitorio. Entonces sí baja las persianas.El chico era un jayán moreno, de esos negros de tez clara que se dan el Caribe, de anchas espaldas, pelo encrespado, sonrisa de envergadura y musculosos brazos que la acogieron. Ella, tan de sólito independiente, se cobijó en ellos y enredó su risa con la de él. El diálogo no me llegaba, pero sí irradiaba la pareja una complicidad de tarde apacible de ocio y polvo por delante. Las manos de él recorrían la espalda, ella se giró, ahora recorren las manos el vientre y van subiendo, y se demoran sus caricias en los grandes pechos picudos, ella ríe, cosquillas y caderazos, se agita la cosa, va adquiriendo volumen la fogosidad, con la sonrisa de él barnizando con zalamerías el contento de ella, no puedo ver pero me figuro el creciente hervor en su hendidura, el montaraz alzarse de su fiera, tal vez entre las nalgas de ella, y sí veo una mano que se estira y cierra la puerta, quizás fija el pestillo, y luego el abrazo de los dos cuerpos amorosos se desplaza en el marco de la ventana y se desmorona entre risas sobre el colchón, ahí quedan fuera de cuadro, y sólo una cabeza, una espalda, un hombro, un brazo en alto y una mano recorriendo la piel inagotable de un cuerpo entregado. Luego ella se levantó, se acercó a la ventana y de un golpe seco bajó la persiana. Game over. Pero sólo para mí. Ellos allá en la penumbra siguieron explorándose sin acabar de encontrarse. Supongo. Espero.

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