Categorías
General

Cuando no puedes escribir

A raíz de que me rompiera el hombro izquierdo, he estado un mes sin poder escribir en el ordenador.

¡Hazlo con la derecha!, me decían todos.
Pero escribir es como tocar la guitarra: una mano se encarga de los trastes y otra de las cuerdas. Y cuando mis manos se reparten el teclado y trabajan juntas, veo mis pensamientos reflejados en la pantalla casi mientras se producen. Sin embargo, con una sola  me toca ir parando para buscar la «c», la «t», el 5… Han tenido que pasar 52 años para que mi derecha supiera lo que hacía mi izquierda, pero ni por esas: no hay manera de escribir de corrido con cinco dedos. Mientras buscas teclas que creías controlar, el flujo de ideas se corta, la Voz calla y la magia se evapora.

¡Pues escribe a mano!
Lo intenté. Pero como llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, tenía que adoptar unas posturas tan raras, que al final me dolían hasta las caderas. Y bastante sufrimiento me producía ya el hombro.

La literatura ha sido siempre mi arma secreta; no ha habido problema, dificultad o tragedia que no haya superado escribiendo. Pero un tonto accidente doméstico me había dejado sin superpoderes. Y no sólo eso. Además, la recuperación del hombro iba a ser larga, lenta y dolorosa; y tendría que depender de los hijos, de la familia, de los amigos. En cuestión de segundos yo, que soy más independiente que un número primo, me había convertido en una carga para los demás. Y ni siquiera podría escribir para arrancarme la rabia y el mal rollo.

Provengo de una familia en la que las mujeres tienen a gala no necesitar a los demás, eso es de débiles. Mi abuela en mi lugar habría tratado de demostrarnos que podía barrer y fregar toda la casa con un brazo en cabestrillo, porque las de su sangre apretamos los dientes y seguimos empujando. Lo malo es que rechinamos tanto los dientes, nos exigimos tanto a nosotras mismas, que acabamos amasando un mohoso rencor que puede colonizarlo todo.

Yo misma soy un bicho bastante huraño. Pero también pragmático: no podía apretar los dientes y seguir empujando, porque ni siquiera podía ponerme unas bragas. Tenía que pedir ayuda sí o sí. Aunque…¿a quién? Todo el mundo se había ido de vacaciones. Podría llamar a mi hermana o a mi madre, que estaban en el pueblo de nuestros ancestros, y pedirles que vinieran a llevarme al hospital. Sabía, sin ningún género de dudas, que podía contar la familia. Pero era mi primer día de libranza y todavía confiaba en que fuera algo que se curara en poco tiempo, no quería alarmarlos antes de conocer el diagnóstico.

Ni mis hijos ni prácticamente ninguno de mis amigos estaban aquí. Siempre quedaba la posibilidad de llamar al 112 como una loca de los gatos, y que fueran unos desconocidos quienes me pusieran las bragas y me echaran algo por encima para bajar a la ambulancia. Demasiado humillante. Demasiado triste. Y la mujer que ama a los perros estaba aquí.

Hace muchos años ella y yo éramos uña y carne y nos veíamos prácticamente a diario, pero aquella amistad era demasiado apasionada y terminó explotando. A partir de entonces, cada una siguió viviendo como si la otra no existiera; pero cuando nos cruzábamos en el pueblo, nos saludábamos con una sonrisa. Supongo que en parte para demostrarle a la otra que te iba fenomenal sin ella, y en parte porque seguíamos queriéndonos.

Un buen día, hará casi dos años, nos cruzamos en la zona peatonal, nos dijimos “Hola” mirándonos a los ojos y ambas detuvimos la marcha. Una preguntó a la otra “Bueno, ¿y tú qué tal?”, y estuvimos charlando un rato. A las dos semanas, me la encontré en una terraza comiendo con su hija y me senté a tomar algo con ellas, poco después se pasó por la trinchera para ver si me apetecía tomar una caña… A pesar de todas las barbaridades con las que doce años antes habíamos dinamitado nuestra amistad, nadie parecía haber elaborado una lista de reproches ni había factura alguna que pagar. Volver a ser amigas ha sido muy fácil.

Pero una cosa es tomar una caña de vez en cuando y ,otra, llamar a alguien para pedirle que te lleve a un hospital. ¿Estaba nuestra recobrada amistad en ese punto? Bueno, pensé, esta llamada me sacará de dudas.

– Hola, ¿qué haces?
– Pues me has pillado justo antes de meterme en la ducha, que tengo un día de locos. Tengo que hacer la compra porque mañana vienen quince personas a comer, tengo que hacer la comida para hoy y salir zumbando porque a las cuatro tengo que estar en el aeropuerto para buscar a mi hija, después tengo que cocinar para la fiesta de mañana… ¿Por?
– Uf… Ya veo que tienes mucho lío. Es que me he caído en la bañera y me duele muchísimo el hombro.
– Voy para allá. ¿Puedes esperar a que me duche?

No sólo me llevó al hospital. También me ayudó a vestirme los siguientes días, cuando pasaba a buscarme para que fuera a su casa a comer, y me ha llevado a rayos y consulta todas las veces que ha hecho falta. Romperme el hombro ha sido como ese cuento japonés en el que el joven hijo de un campesino se cae del caballo y se rompe las dos piernas. ¡Qué mala suerte haberte roto las piernas! le decía todo el mundo. Pero al final resulta que el muchacho se libra de ir a la guerra por tener las dos piernas rotas, y todos en el pueblo dijeron: ¡Qué buena suerte haberte roto las piernas!

Si no me hubiera roto el hombro, la mujer que ama a los perros y yo no tendríamos ahora esta certeza afectiva. Tampoco mi hijo habría tenido oportunidad de demostrarme cuánto me quiere, y mi hija y yo no habríamos pasado grandes ratos cocinando; ambos han reaccionado con adultos y todos lo hemos llevado con buen humor. Si no me hubiera roto el hombro, mi hermana y mi cuñado no habrían venido a buscarme, y él no me habría ganado con ese atril con sujeción de libro que llevó para mi estancia en el pueblo. Si no me hubiera roto el hombro, mi sobrinillo pequeño no me habría partido la carne, ni mi madre me habría duchado y lavado el pelo como cuando era una niña. Si no me hubiera roto el hombro, Patricia – y también Teresa- no llevarían varias semanas sacando y metiendo la mesa de libros proscritos dos veces al día, y Cris y Jose no habrían tenido venido hasta aquí a prestarnos un coche para que Alejandro me llevara a la revisión.

Romperte un hombro es una putada.
Pero es una ocasión como cualquier otra de demostrar tu fragilidad a los otros y dejarte querer.

3 respuestas a «Cuando no puedes escribir»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *