por Rodolfo Naró
Imagen en contexto original: siemprejueves
El ombligo es la más bella de las cicatrices. El inicio de un mapa de vida, rutas que sigue la memoria para recordarnos que estamos vivos y que padecemos. Todos llevamos una cicatriz más o menos visible en el cuerpo. Cuando por fin pude verme la que me cruza la espalda de norte a sur, seis meses después de mí operación de columna, no me gustó, es un jeroglífico ancho de color rosado a la altura del cuello, que se desparrama hacia los omóplatos, pero tuve que resignarme a que siempre me acompañaría. Ni qué decir de los dos orificios que coronan mi frente, desde los cuales ejercieron tracción a las vertebras cervicales. Cicatrices que inmediatamente señalan los niños –entre más pequeños más fijados–, con su dedo índice y pregunta ¿qué te pasó ahí?
Hasta muchos años después acepté vivir con ella. Aprendí a inventar historias. Que si había tenido un accidente automovilístico, que si un caballo me había arrastrado con un pie atorado en el estibo o que si me habían dado un balazo en la cabeza, entrando la bala por una sien y salido por la otra. Dependiendo quién preguntara y el lugar donde nos encontráramos echaba mi cuento. A los más pequeños simplemente les decía, me caí y me descalabré.
Poco a poco descubrí el valor que tiene una cicatriz. En ciertos oficios o deportes es una currícula envidiable. Cuántos toreros, boxeadores, corredores de motos o alpinistas acarician sus cicatrices y recuerdan su encuentro con el peligro o con la muerte. Los dos dedos de un pie que perdió la alpinista española Edurne Pasaban, al conquistar la cima de su noveno ochomil, le han dado fama y respetabilidad en el mundo. O José Tomas, el diestro español, que en abril pasado sufrió su segunda cogida grave, ahora en la vena femoral, y ha vivo para contarlo. La cicatriz que le ha dejado la herida de 15 centímetros en la pierna izquierda podría ser la envidia de sus compañeros de armas. Rozar la muerte a más de doscientos kilómetros por hora, arriba de una moto y volver del coma es una hazaña presumible, por lo menos así me pereció la tarde que escuchaba ese relato, de mesa a mesa, en un café donde se reúnen varios motociclistas.
Ni qué decir de los soldados que vuelven del frente de guerra, con más de una bala en el cuerpo y presuntuosamente señalan el orificio de entrada. O la bailarina que sostiene el aliento, de quienes la miran, con la punta de sus pies sin importarle que se lastimen o se deformen ¿Acaso no son también los tatuajes heridas, cicatrices imborrables que señalan una fecha, un pacto o un reto? Vivir con una cicatriz en el cuerpo es señal de vida, cesárea con la que muchas mujeres sueñan al final de su embarazo. Después de revisarme el cuerpo y redescubrirme las que casi había olvidado, aquella imperceptible en el tobillo, la que llevo en la parte posterior del muslo o las que se cubren con el cabello, comprobé que toda cicatriz cutánea siempre está ligada a los recuerdos del alma.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006.
0 respuestas a «Cicatriz de la memoria»
Una vez mas: placer leerte Rodolfo: Me quedo con el final de tu relato. Es cierto: comprobado está que toda cicatriz cutánea está ligada a los recuerdos del alma.
Nuestras cicatrices están lejos del torero, de la bailarina y del alpinista amputado.Somos como esas multitudinarias «legiones» de Lázaros anónimos que ni siquiera escucharon al Maestro dar la orden de «levantarnos y andar».. o quizá sí. Solo que nos trascendemos el uno al otro: resuscitando. Y de vez en cuando, Alguien nos ve. Un abrazo ( Susana ( una mujer argentina).
Aunque no tengo ninguna cicatriz tan grande como la tuya ni mi salud fue tan complicada como la tuya, me he sentido totalmente identificada con el artículo.
Sobre todo en la parte en la que dices que inventabas historias.
Yo tengo una lengua geográfica (fisurada, más bien) desde que nací. Y cuando sacaba la lengua a otras niños (no sé si ese gesto es habitual en México, aquí sí), todas gritaban al ver las grietas de mi lengua, y me preguntaban ¿qué te pasó ahí?
Y yo, ni corta ni perezosa, les contaba que un día que estaba tomando el sol con la lengua fuera (como un perro) un Land-Rover me atropelló. Y lo mejor es que se lo creían: era la única niña del colegio con una lengua así.
Se ve que lo de la escritura viene de serie con las cicatrices.
Hola Rodolfo, que alegría verte por aquí aunque, no comentaré ya que lo hice
en tu Columba chueca este tiempo atrás. Un abrazo, sila
Hola Susana, Silosoy,
que bueno reencontrarnos de nuevo acá, gracias por sus palabras, espero seguir publicando con constancia. De nuevo un beso a ambas.
Rodolfo Naró
Hola Marisol,
qué historia la tuya, de verdad que para inventantar nadie nos gana. Eso de sacar la lengua acá en México también se hace, y uff de niño que te lo hagan es de gran ofendido.
Gracias por publicarme,
Besos,
Rodolfo