por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: cronicarul
La noticia se descargó como un trueno: uno de los más grandes poetas rumanos ha muerto. El ciudadano de a pie, el simple trabajador, el lector de poesía… todos ellos lo tienen muy claro, así es y cualquier comentario sobra: gran poeta, amante de su tierra y de su pueblo. Para otros son palabras que ya no se deben usar, pasadas de moda, políticamente incorrectas. Democracia, qué diablos.
Dicen que fue el corazón, el hígado o los riñones. O todo junto. O una Rumanía devastada, sin recursos, con los ríos envenenados, con el cielo siempre gris, con gente triste, desempleo, médicos que se quieren ir, maestros humillados, ingenieros que nadie necesita porque no quedan empresas, fábricas, industria. No queda nada. Simplemente. Ruinas.
Hay quienes lloran esta muerte como si de un familiar se tratara. Y creo que con razón porque en los tiempos de la dictadura, cuando no había televisión y aún no llegaban a Rumanía artistas extranjeros, cuando se cortaba la luz en los hogares para ahorrar energía, cuando las mujeres abortaban clandestinamente, cuando se pasaba hambre y frío y para hacerse con unas patas de pollo había que guardar horrorosas colas o ser amigo del jefe de la tienda, cuando, como digo, pasaba todo eso, Adrian Paunescu montó el Cenáculo «Flacara» («La Llama»), donde se formaron artistas, algunos de renombre, poetas, escritores.
Los espectáculos solían organizarse al aire libre y acudían miles y miles de personas de todas las edades. Se cantaban canciones, se recitaban versos o simplemente se disfrutaba. Adrian Paunescu era la voz y el alma de aquellas representaciones itinerantes, una verdadera estrella al más puro estilo occidental. Aunque al principio contó con el beneplácito de Cheaushescu -dicen que para ello se vio obligado a escribir poesías de encumbramiento al tirano- con el paso del tiempo llegó a ser una amenaza. Los espectáculos fueron prohibidos y el Poeta cayó en desgracia. Cuentan quienes le conocieron personalmente que incluso pensó en suicidarse, él al volante de su coche, una loca carrera y unos árboles asesinos. Pero al salir de casa encontró un chucho herido tirado en la acera. Se lo llevó, lo cuidó y se olvidó de su propio plan que quitarse la vida. Lo estuvo cuidando dos años durante los cuales él, sin darse cuenta, se iba recuperando. Cuando estuvo a punto de lograrlo, el perrito salvador desapareció sin dejar huella. Perro y hombre se salvaron mutuamente.
La Revolución del 89 le pilló con una reputación no muy favorable aunque en algunos escritos había denunciado de una manera muy sutil ciertos abusos. Pero la gente estaba harta del cheaushismo y todo lo relacionado con el dictador debía desaparecer, incluido su «poeta de corte», como fue llamado después. Los más listos callaron, se quedaron a la espera de tiempos mejores o simplemente aprovecharon aquellas aguas turbias para iniciar la pesca individual de fortunas. Son los políticos supermillonarios de hoy día.
El Poeta, sin embargo, resolvió dar la cara, escribiendo otros poemas, participando en tertulias, denunciando los abusos del régimen democrático, las mentiras electorales, el enriquecimiento ilícito de los representantes del poder. Estuvo a la altura de los tiempos pasados y presentes, con cierta candidez de poeta en la mirada y lucidez de pensador en las ideas, con sus contradicciones humanas, quién no las tiene, pero amando siempre a su pueblo, hecho que le sirvió de brújula en su camino a través de una historia confusa, engañosa, aberrante.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena