Llevo varios días mirándome las canas al espejo.
Tengo una melena agreste de chica de veinte salpicadísima de muchas canas de cincuentona. Tengo cuarentayún (toma palabro) expertos años.
Padezco, además, los tres síntomas del envejecimiento: arrugas de expresión, pérdida de la elasticidad y pérdida de la definición de mi perfecto óvalo facial.
Eso por no hablar de las tetas, que se me caen, y el culo y las piernas, que se me están quedando en ná, como a mi padre.
Me dan miedo los anuncios de las cremas que prometen la eterna juventud a base de nombres químicos y extranjerizantes. Y sin embargo analizo a todas las mujeres de mi edad y veo que, lo que a ellas les asusta son las canas, las arrugas: la realidad. Y decido hacer una encuesta entre el sexo opuesto.
Los amigos machos de mi edad en adelante me dicen que la esencia de la mujer es el engaño, el fingimiento y que la coquetería excita a los hombres.
Pero a mí me aterra que alguien se fije en mí porque crea que puede tener hijos conmigo y, si me quedo sin presupuesto para peluquería, descubra que tengo edad de ser abuela. Prefiero que el amor sea lo menos ciego posible. Aunque a estas alturas del partido ya no crea en él.
Los amigos machos más jóvenes que yo me dicen que ni se me ocurra teñirme, que el morbo de una madurita está precisamente en eso: en que lo sea.
Conclusión: me relajo y soy feliz.
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Quien me podía decir a mí, que después de tantos años encontraría algo escrito por ti. Realizándote las preguntas que todos en un momento de debilidad moral nos hacemos.
Tu que siempre quisiste huir de lo mundano y terrenal. Al final resulta que los mortales y débiles no somos tan diferentes a las ninfas y hadas.