Por Manumitida
Me di cuenta de que estaba educando mal a mis hijos el día que un compañero de clase de uno de ellos, Luis Qian, vino a comer a mi casa por primera vez. Vivía en una residencia de la Comunidad de Madrid porque sus padres le maltrataban, a él y sus hermanas.
Cuando dije “poned la mesa”, mis hijos empezaron a pelearse porque ayer uno puso los cubiertos y hace un mes el otro puso los vasos. Mientras, Luis, que en realidad se llama Chi-Chi, puso la mesa. Necesitaba sentirse parte de un equipo. Con el tiempo, Luis fue un habitual de la casa, tanto como las peleas que mis hijos tenían mientras él hacía su trabajo y sonreía buscando que le admitieras en el grupo.
Resultaba inevitable encargarse un poco de él: le compraba ropa, le curaba pequeñas heriditas que parecía hacerse a propósito cuando estaba en mi casa, y sobre todo y lo más importante de la relación que manteníamos: le echaba la bronca.
Le veía a diario. Él volvía la Residencia en autobús y yo esperaba a mis hijos a la puerta del colegio. Salía cada tarde, se paraba delante de mí y me decía: me han echado de clase en inglés, me han puesto un cero en matemáticas, me he peleado con uno en el patio, me han llevado al despacho del director… Y, todas y cada una de las tardes yo fingía enfadarme mucho y le regañaba como una mamma italiana. Recibida su dosis de bronca, subía al autobús con una sonrisa que iluminaba.
Aprendí que la autoridad es necesaria: da seguridad. Y que querer a tus hijos es marcarles unos límites, enseñarles a pelear, a sobreponerse, a levantarse. Enseñarles quién manda porque mañana tendrán que mandar ellos.
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