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Mujeres que hacen de la vida un lugar irrespirable

por Malvi
Fotografía en contexto original: annmitchell

Cuando hace unos meses le dije que me encantaba la zona, el edificio, la distribución de la casa y las vistas, pero que me mudaba porque no aguantaba más en un piso con cañerías, ventanas y sistema eléctrico de hace casi cuarenta años; se puso echa una fiera y me dijo que la casa estaba estupenda. La casa es estupenda, asentí yo, pero tenéis que hacer obra si queréis volver a alquilarla. Normalmente, cuando uno pierde de vista a un casero o un inquilino, aprovecha que se va lejos para desahogarse, pero yo me iba al piso de arriba, y se lo advertí para que no diera rienda suelta al veneno que la consume.

Es de esas mujeres feas, esquinadas, huesudas, ojerosas y malencaradas que odian a la gente que tiene amigos, y por eso siempre se rodean de los tristes hombres de su familia. Matarían a todos aquellos que están enamorados, a los que se ríen por la calle, a los que se abrazan, a los que se aman, y, sobre todo, a los que viven. Sentí su odio desde el día que, hace ya casi cinco años, dije que me quedaba el piso. Le pedí que me pintaran la casa de blanco y ella, que no iba a vivir allí, se mostró inflexible y me dijo rechinando los dientes: amarillo.

Aunque la casa estaba estupenda y ella me habría mandado a la hoguera por dudarlo, empezaron las obras el día que yo me iba: yo misma abrí la puerta al fontanero. Y, dos días más tarde, vi al electricista cambiando toda la instalación eléctrica. Eso sí, no renovaron las viejas ventanas que no cerraban, ni la mugrienta cocina. Han tenido el cartel de se alquila dos meses colgado en el portal. Empezaron pidiendo cien euros más de lo que yo pagaba, y bajaron doscientos.

El otro día me la encontré cuando subía a mi casa.
Ella salía de mi antiguo hogar, fregona en mano; a su espalda, su marido y su hijo terminaban de cerrar. Cuando me vio, se puso en guardia como un reptil y resopló de satisfacción por la nariz, como si hubiera soñado con ese momento. No capté la semiótica del asunto y me limité a dar las buenas tardes. Me miró con altivo desprecio, como si acabara de ganarme una guerra. Ésta ya ha alquilado el piso, me dije. Había tanto odio, tanto rencor en aquella absurda mirada de superioridad, que no pude sino compadecerme de su triste marido y su triste hijo, que, sumisos, a mi paso agacharon la cabeza y no me dijeron ni hola.

No me paré a explicarle que, en su guerra, ella es el único combatiente, el enemigo a batir.

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